Amor Salvaje

Capítulo 100º El viaje de regreso.

El sol de Dallas entraba a través de los grandes ventanales. En la habitación del hospital, la atmósfera era totalmente distinta, porque estaba llena de esperanza. Cole estaba sentado junto a la cama de su hijo, sosteniéndole la mano con ternura mientras el pequeñín dormía profundamente, por primera vez ya sin cables y sin máquinas.

Había pasado un infierno, y aún quedaban días de recuperación, pero el médico había sido claro esa mañana: el niño ya podía dejar el hospital.

Y por fin, iban a trasladarse al rancho, donde Evelyn había preparado todo para que estuviera cómodo, rodeado de naturaleza, animales y, sobre todo… amor.

Cole suspiró. Miró a su madre, que estaba apoyada en la pared con los brazos cruzados y la mirada clavada en la ventana. No decía nada, pero sí tenía una mirada feliz.

—¿Preparada? —preguntó él.

Evelyn lo miró. Su semblante había cambiado en esos días. Estaba más feliz, más serena. Tal vez porque por fin había visto a su hijo transformarse en un verdadero padre. Uno de esos que lucha con uñas y dientes, que llora en silencio cuando el miedo le muerde los talones, que ama con una intensidad que no necesita palabras, ni nada que demostrar.

El pequeño abrió los ojos poco a poco.

—¿Papá?

Cole se inclinó, acariciándole el cabello.

—Aquí estoy, campeón.

El niño sonrió débilmente, y fue como si una luz se encendiera dentro del pecho de Cole. No sabía cuánto necesitaba ver esa sonrisa hasta que la tuvo frente a él.

—¿Nos vamos a casa?

—Sí —dijo Cole con un nudo en la garganta—. Nos vamos a casa.

La salida del hospital fue tranquila, sin despedidas ni grandes escenas. Evelyn llevó al niño en brazos hasta la camioneta, y Cole se ocupó del equipaje. Al cerrar la puerta trasera, echó un último vistazo al edificio. No había sido solo un hospital. Había sido un punto de quiebre. Un antes y un después.

Mientras conducía, el niño dormía en el asiento trasero, con un peluche en las manos. Evelyn lo vigilaba de reojo. Cole, por su parte, mantenía la vista en la carretera, pero su mente estaba lejos.

Emma.

No había vuelto a verla desde aquella despedida definitiva. Ella había sido firme. Le habló con dulzura, pero también con decisión. Le dijo que se había enamorado de alguien más. Que no quería seguir viviendo del pasado ni de una historia que ya no tenía fuerza y que terminó el día que él se marchó a Dallas.

Y él… la había dejado ir.

Porque eso era amar también: dejar libre a quien uno quiere, cuando ya no se es parte de su camino.

—¿En qué piensas? —preguntó Evelyn con suavidad.

Cole sonrió sin despegar los ojos del camino.

—En Kiara.

Su madre alzó las cejas, sorprendida.

—¿Kiara?

—Sí. Ella ha estado ahí siempre. Sin pedirme nada. Solo cuidando de mi hijo… echándote siempre una mano a ti, sin recibir ni pedir nada a cambio…

Evelyn estaba de acuerdo; es lo que había estado esperando desde hacía mucho tiempo.

—Es una buena mujer.

—Lo sé —dijo Cole—. Y quiero hacer las cosas bien. Sin prisas. Pero bien.

Horas más tarde, llegaron al rancho.

El niño miraba todo por la ventana, fascinado. Evelyn bajó primero y llamó a una de las cuidadoras. Kiara salió por la puerta principal, con una sonrisa iluminándole el rostro. Cuando vio al pequeño, se llevó una mano al pecho, con los ojos brillando.

—¡Mi cielo! —exclamó, corriendo a abrazarlo con suavidad.

El niño se aferró a ella con cariño. Cole observó la escena desde unos pasos más atrás. El sol de Texas bañaba el lugar en un resplandor que iluminaba todo el rancho. El viento olía a tierra, a libertad. A un nuevo comienzo.

Kiara levantó la vista y lo miró. Él no le dijo nada, pero caminó hacia ella, más decidido que nunca. Se quedaron frente a frente unos segundos. Después, Cole le acarició la mejilla con ternura.

—Gracias por todo, Kiara. Por estar siempre ahí.

Ella bajó la mirada, conmovida. Y por primera vez, Cole la abrazó sin reservas. Un abrazo sincero, olvidando el pasado, sin excusas. Solo con el presente. El hoy.

Esa noche, mientras el niño dormía y Evelyn leía un libro en la sala, Cole salió al porche del rancho. El cielo estaba despejado y millones de estrellas titilaban sobre su cabeza. Cerró los ojos, inhaló profundamente y, por dentro, dijo su último adiós.

A Emma.
A la cabaña.
Al dolor y al pasado.

Y dejó que el viento se lo llevara todo.

Entró al interior de la casa y se unió a su madre y a Kiara. El pequeñín de la casa, Cole Junior, dormía tranquilamente en su habitación llena de juguetes y abrazado a un enorme oso gigante.

Mañana sería otro día.
Y Cole sentía que tenía una nueva familia que cuidar. Un futuro que ordenar; había llegado el momento de tomar las riendas de su vida, dejar libertad a su madre para vivir la vida a su manera y con su independencia. Y abrir poco a poco su corazón, tener una madre para su hijo y él una compañera de vida.

Era el momento justo de cambiar, enmendar los errores y ser un hombre de verdad.

¿Y con quién mejor que Kiara?

Ella lo amaba a él desde muchos años atrás. Y lo más importante, adoraba y quería muchísimo a ese pequeño.

A él siempre le gustó Kiara, pero la conoció algo después de casarse con Grace. Ahora nada se interponía entre ellos; incluso Evelyn, su madre, estaba encantada con la joven.

Con el tiempo volvería a ser el Cole, que siempre fue.

Hijo, esposo y padre.




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