Amor Salvaje

Capítulo 104º Cole y Evelyn.

Por la ventanilla, las tierras de Texas se extendían como un inmenso océano de llanuras, recordándole quién era y el lugar al que pertenecía. El avión aterrizó sin sobresaltos.

Su madre, siempre diligente, tomó las riendas de la llegada. Ella había organizado todo: el coche que los recogería, las maletas, incluso la comida que los esperaba en casa. A su lado, el pequeño Junior —su nieto— observaba todo con la atención propia de un niño que, aunque frágil aún, parecía descubrir el mundo de nuevo tras meses en un hospital.

Cole no le soltaba la mano. Había prometido que nunca más lo haría. Ese niño no solo era su sangre, era su única alegría para vivir.

—¿Estás cansado? —preguntó Cole al niño, que negó con la cabeza.

Junior le sonrió tímidamente y Cole le acarició el cabello. Había tenido miedo de no saber ser padre. De fallar. De no estar a la altura. Pero ahora, mientras caminaban juntos hacia el coche, sintió que podía aprender. Qué quería aprender.

Al llegar al rancho, el aire puro y el aroma a tierra mojada, el relinchar de los caballos. Por fin estaba de nuevo donde quería estar y donde se sentía bien. Kiara ya estaba allí, esperándolos en la entrada de la casa grande, con una sonrisa que iluminaba su rostro. Evelyn la envió unos días antes para que tuviera todo preparado y organizado para la llegada de su nieto y su hijo, lo más grande que tenía en el mundo.

—¡Bienvenidos a casa! —exclamó ella, lanzándole una mirada cálida al niño y otra, algo más discreta a Cole.

—Kiara —saludó él con gratitud—. Gracias por venir. Me hace bien que estés aquí.

—Cole Junior —dijo ella, agachándose para abrazar al niño—, estás hecho todo un valiente, ¿eh?

El niño se dejó abrazar, tímido, pero cómodo. Cole observó la escena con el corazón en un puño. Kiara siempre había sido un pilar, una mujer que había estado allí incluso ayudando a su madre después de salir de su trabajo como profesora en una guardería.

Evelyn, la madre de Cole, les instó a pasar adentro. Kiara había preparado un pastel y café recién hecho. Pero Cole no quiso aún entrar.

—Mamá, ve tú con Kiara. Yo quiero enseñarle el rancho a Junior —pidió.

Evelyn lo entendió al instante y entró con Kiara. Cole, entonces, se agachó frente a su hijo.

—¿Quieres ver caballos, Cole Junior?

Los ojos del pequeño brillaron y miró a su padre con una sonrisa de felicidad. Cole lo cargó en sus brazos. Se prometió que aquel rancho sería su herencia, no en dinero ni en tierras, sino en memorias y en el amor que sentía por él.

—Aquí es donde me traía tu abuelo —le explicó mientras caminaban—. Aquí aprendí a montar, aquí me caí mil veces... y también me levanté. Igual que tú, campeón.

Llegaron al establo y Junior observaba embelesado los caballos. Cole le enseñó cada uno, indicándole sus nombres; le habló de los establos, donde se encontraban los potrillos nacidos en primavera, de cómo se domaban con paciencia y respeto.

—Algún día, si quieres, te enseñaré a montar —le prometió—. Pero solo si quieres.

Junior lo miró y le regaló algo más valioso que cualquier otra cosa: una sonrisa amplia y luminosa.

Cole se sintió pleno. Por primera vez en mucho tiempo, había encontrado su verdadera felicidad en la sonrisa de su hijo.

—Te regalaré a Azabache —le dijo—. ¿Te gusta? Es un potro negro precioso y de pura sangre.

—Sí, me gusta, papá. ¿Puede ser mi amigo?

—Pues claro que sí. Tu mejor amigo —le contestó.

Al regresar al rancho, Kiara y Evelyn charlaban animadamente. Kiara levantó la vista y sus ojos se cruzaron con los de Cole. Y aunque ninguno dijo nada, hubo un entendimiento tácito: el pasado por fin quedó atrás. Lo que importaba era el ahora.

—¿Te quedas unos días, Kiara? —preguntó él.

—Si tú quieres —respondió ella con suavidad.

—Me gustaría —admitió Cole con sinceridad.

No sabía lo que deparaba el futuro, pero al menos ahora tenía el valor de enfrentar el presente. Quizá había llegado el momento de descubrir si el amor podía renacer donde antes solo había sido amistad.

Ya entrada la noche, cuando Junior dormía en su habitación —agotado pero feliz—, Cole salió al porche con una taza de café en la mano. El cielo estrellado de Texas era un espectáculo que pocas veces se permitía disfrutar, y aquella noche le parecía incluso mucho más inmenso.

Kiara salió poco después, con un chal en los hombros y un vaso de vino.

Junior duerme plácidamente —le dijo ella con una sonrisa.

—Gracias por ayudarme, Kiara —le murmuró Cole, con la sinceridad que tanto le costaba expresar—. No sé cómo habría sido todo sin ti... sin mi madre.

Ella se apoyó en la barandilla, cerca de él, pero sin intentar invadir su espacio.

—Tienes madera de buen padre, Cole —afirmó ella—. Solo necesitas darte la oportunidad.

—No tenía idea de cómo amar a mi hijo... ni de cómo amar a nadie más después de Grace —le admitió, con la voz un poco ronca.

Kiara guardó silencio unos segundos antes de responderle:

—No tienes que forzarte, Cole. El amor no se exige... ni se mendiga.

Él la miró.

—Y, sin embargo... no quiero que te vayas. No quiero seguir alejándome de quien siempre estuvo ahí para mí —confesó.

Kiara lo miró a los ojos, sorprendida, pero tranquila.

—¿Qué me estás diciendo?

—Que no sé lo que pasará, Kiara. Que aún hay cosas que no he olvidado, pero... —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—, pero quiero que me des la oportunidad de conocerte otra vez. No como la amiga de Grace, no como la mujer que ayudó a criar a Junior... Sino como la mujer que está frente a mí ahora.

Kiara se quedó quieta, como si esas palabras necesitara asimilarlas.

—Me parece justo —le contestó ella, con una sonrisa—. Yo no espero promesas que sean imposibles, Cole. Solo quiero saber si tienes el valor de intentarlo. Y si verdaderamente es lo que deseas. No quiero que te sientas obligado. Si al final no hay amor, no hay nada.




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