Amor Salvaje

Capítulo 106º Planes.

El canto de los pájaros, el sonido del viento entre las hojas y el relinchar de algún caballo eran una sinfonía perfecta contra la lucha emocional que vivía Cole por dentro.

Desde su regreso, todo le parecía distinto. El rancho, los establos, incluso los campos que conocía de memoria... todo lo sentía diferente para afrontar una nueva situación. Una etapa marcada por la responsabilidad, por el amor incondicional hacia su hijo y por la presencia constante —y cada vez más significativa— de Kiara.

Cole Junior corría por la pradera con una cometa improvisada que Kiara le había ayudado a construir. Reía con esa inocencia que solo los niños conservan, una risa que a Cole le devolvía la vida.

—Mira, papá, ¡vuela! —gritó el pequeño, levantando los brazos al cielo.

Cole sonrió. Durante meses, ese niño había estado conectado a máquinas en una habitación de hospital. Y ahora... ahí estaba, descalzo sobre la hierba, con el rostro lleno de alegría. Había vuelto a sonreír. Él también tenía que volver a ser feliz, aunque ahora sin su mamá.

Pero era demasiado pequeñín para comprender las situaciones que nos pone la vida; más adelante, cuando sería mayor y preguntaría por su madre, Cole le contaría todo.

Kiara se acercó a su lado, observando al niño con ternura. Llevaba una camisa de lino clara, el cabello recogido con descuido y una intensidad de felicidad en la mirada. Su presencia se había vuelto habitual, incluso necesaria. Ella nunca lo había dejado solo. Ni a él, ni a su hijo.

También había acompañado siempre a Evelyn; para cualquier cosa siempre le tendió su mano. Kiara veía en ella a la madre que nunca tuvo, y a Cole Junior, como el hijo que siempre deseó tener.

Y Cole, ni que decir tiene, siempre fue su amor platónico; quería tenerlo, pero no podía, nadie más que ella lo estaba sufriendo en silencio...

—Tiene tu energía —dijo.

Cole la miró directamente a los ojos.

—Y tu paciencia. No habría vuelto a reír así si no fuera por ti.

Kiara se sonrojó, bajando un poco la mirada. Él estiró la mano y le tocó el brazo suavemente. Por primera vez, el contacto fue intencionado, queriéndole demostrar que poco a poco se estaba acercando cada día más a ella.

—Gracias —dijo él—. Por estar aquí. Por quedarte con nosotros y por cuidar de Cole Junior.

Kiara lo miró. En sus ojos había un brillo especial. Una tranquilidad, de quien sabe esperar, a pesar de tanto tiempo. La de quien construye sin exigir. La que sabe lograr al final lo que quiere sin ser pesada, sin obligar, sin meterse en medio. La que sabe arriesgar, sabiendo que incluso su final no sea poder estar con Cole y con ese niño que tanto adora.

—No tienes que agradecerme por amarle, Cole —respondió, con voz suave—. Lo quiero como si fuera mío. Y te quiero a ti... aunque tú aún no sientas nada por mí.

El silencio no se hizo esperar. Cole no respondió de inmediato. Tenía el alma hecha jirones, y no quería volver a herir a nadie. Pero dentro de él, algo comenzaba a cambiar. Quizá porque por primera vez en mucho tiempo no se sentía destrozado del todo. Estaba uniendo todos los pedacitos destrozados de su corazón y los estaba uniendo nuevamente. Ahora tenía a su hijo junto a él, a lo más importante de su vida junto a su madre Evelyn, la cual nunca lo había abandonado, regañado, culpado; jamás le había echado en cara su abandono a su hijo y a ella misma... Y quizá porque Kiara no lo empujaba, no lo provocaba, solo le ofrecía su mano.

—Te veo, Kiara —dijo finalmente—. Te juro que empiezo a comprenderte, a sentir algo por ti.

Ella sonrió. Comprendía que Cole necesitaba tiempo. Que su camino no había sido de rosas y ella no lo iba a agobiar; deseaba que él quisiera estar con ella, no obligarle a estar con ella.

Kiara había decidido que, si al final él no se decidía por ella, ella pondría tierra de por medio y se alejaría.

No quería un amor fingido, quería un amor de verdad, como el que ella sentía por él.

Más tarde, ya en la casa, Evelyn los observaba desde la ventana. La abuela estaba sentada con una taza de té entre las manos, y por primera vez en mucho tiempo, la paz parecía haberse instalado dentro de ella. Miró a su nieto correr y pensó que el amor verdadero no siempre llega como un vendaval. A veces, es como una semilla paciente que germina en silencio y poco a poco comienza a crecer.

Esa noche, Cole leyó un cuento a su hijo y lo arropó con cariño. Después bajó a la cocina, donde Kiara recogía las tazas del té. Sin decir nada, la ayudó. La cotidianidad también podía ser íntima, pensó.

Y cuando ella fue a despedirse, él se atrevió por fin a besarle la mejilla.

—Buenas noches, Kiara.

—Buenas noches, Cole.

No hubo nada más, pero ambos se fueron con algo dentro de su corazón.

Quizá el amor no había terminado para él. Quizá solo estaba comenzando de nuevo, con otros ojos, con otra mujer, en el mismo lugar que había intentado olvidar.

Y esta vez, estaba decidido a formar un futuro. Una familia.

Después de tomar el té mientras el pequeño Cole Junior ya dormía profundamente en su habitación, Kiara y Cole al final decidieron salir al porche. El aire fresco de la noche tejana acariciaba sus rostros, y el cielo estrellado se veía espectacular. Cole se apoyó en la barandilla, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en la oscuridad de los campos.

—Gracias por estar aquí —musitó de pronto, sin girarse.

Kiara se acercó un poco más, quedando a su lado. No dijo nada, pero su presencia fue suficiente.

—No siempre supe ser padre. A veces, sigo sin saberlo. Pero cuando te veo a ti y a mi hijo, tengo la sensación de que... aún tengo tiempo de aprender —añadió con voz baja; casi era un pensamiento en voz alta.

Kiara le sonrió con ternura y, con una valentía que no siempre mostraba, deslizó su mano sobre la de él.

—Estás aprendiendo. Y él lo sabe, Cole. Se nota en sus ojos cuando te mira. Y yo también lo veo.




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