Amor Salvaje

Capítulo 108º Paseo entre los cisnes.

La mañana estaba clara, con el cielo despejado y una brisa suave que hacía bailar las hojas de los árboles. Era uno de esos días que animaban a salir y disfrutar.

Así que Cole se animó e invitó a Kiara y a su pequeño a dar una vuelta y acercarse al pueblo.

—¿Listos? —preguntó Cole, ajustándose el sombrero mientras abría la puerta de su camioneta.

Kiara subió con una sonrisa, ayudando al pequeño Cole Junior a sentarse en la parte trasera. El niño iba emocionado, con su camiseta azul con dibujos de caballos y una gorra ladeada que le daba un aire travieso.

—¿A dónde vamos, papá? —preguntó desde su asiento.

—A dar un paseo por el pueblo, vaquero. Hay algo que quiero enseñarte.

El trayecto fue corto. El rancho quedaba a pocos minutos del centro, pero bastaba con cruzar el viejo puente de madera para sentir que entraban a otro tiempo. El pueblo conservaba ese aire de los años en que la vida pasaba más lenta, sin tanta prisa como en las grandes ciudades. La plaza era muy pequeñita, rodeada de bancos de hierro forjado y faroles que, por las noches, se encendían con una suave luz amarilla.

A un lado, la iglesia blanca con tejado oscuro se erguía con dos grandes campanas, con las puertas abiertas y un jardín de rosas cuidado por las mujeres mayores del lugar. Al otro lado, la fuente de piedra soltaba un chorro de agua constante, donde varios niños jugaban salpicándose bajo la mirada despreocupada de sus madres, que estaban sentadas charlando.

—Qué bonito —dijo Kiara bajando con cuidado—. Parece un lugar sacado de una postal.

—Lo es —respondió Cole con una sonrisa—. Aquí crecí. Aquí aprendí a montar, a correr descalzo, a meterme en líos…

—¿Y a enamorarte? —bromeó ella.

Cole la miró de reojo.

—No, eso no. Aquí no encontré el amor.

Caminaron los tres hacia el parque de los cisnes, uno de los lugares favoritos del pueblo. El estanque brillaba bajo el sol, rodeado de sauces que dejaban caer sus ramas como cortinas. Un par de cisnes nadaban con elegancia, acompañados de varios patitos que seguían su curso en fila perfecta.

—¡Mira, mamá Kiara! —gritó Cole Junior entusiasmado, sin darse cuenta del nombre que acababa de nombrar.

Kiara lo miró sorprendida, sin decir nada. A su lado, Cole solo sonrió, con ese brillo nuevo en los ojos que parecía crecer cada vez que su hijo reía.

Era una nueva etapa de su vida, disfrutando de la niñez de su pequeño.

Se sentaron en un banco frente al agua. El niño corrió a alimentar a los patos con trozos de pan que una señora amable le había dado, mientras Cole y Kiara compartían miradas cómplices.

—Te ves bien aquí —le dijo ella, cruzando una pierna sobre la otra—. Me alegra muchísimo verte así, tan feliz y disfrutando.

Cole la miró e intentó explicarse.

—Ya no quiero seguir mirando atrás. Estoy cansado. Solo quiero... quedarme y comenzar a vivir mi presente... Y ver crecer a mi hijo. Verlo reír así cada día.

Kiara lo observó callada. Sabía lo que le costaba decir eso. Lo que significaba.

—Entonces mira siempre hacia delante —le susurró—. Yo estaré aquí, siempre para apoyarte.

Esa tarde, antes de volver al rancho, compraron un helado en la pequeña heladería de la plaza. Cole Junior eligió vainilla con chispas de colores, Kiara se decidió por fresa y Cole optó por uno de chocolate que se le derretía más rápido de lo que podía comer.

—¡Papá, pareces un niño! —rio el pequeño, señalando cómo el helado goteaba sobre la camisa de su padre.

—Lo sé —dijo él—. ¡La culpa es del calor!

Kiara se reía abiertamente, contagiada por la situación de aquel momento.

Y mientras caminaban de regreso a la camioneta, el sol comenzaba ya a caer sobre el pueblo, tiñendo el cielo de un tono rosado y alargando sus sombras en el suelo. Era uno de esos días que no se olvidan. Uno de esos capítulos suaves que el corazón guarda, muy dentro.

Mientras iban de camino, se pararon en un bar de comidas, ya a las afueras del pueblo.

Se sentaron en una mesa y enseguida un camarero les atendió muy amablemente.

Se pidieron unas cosillas asadas a la barbacoa, patatas fritas y una hermosa ensalada; para Cole Junior, una enorme hamburguesa y luego una copa de helado de chocolate con vainilla y nata.

Ellos se pidieron un café expreso cada uno, con una cheesecake para compartir entre los dos.

La velada había salido perfecta.

--- Papá, ¡¡¡está muy bueno el helado!!!

----¡Disfrútalo hijo! Lo he pedido porque sé que te gusta muchísimo el chocolate.

Al terminar, continuaron el trayecto, y ya mismo se encontraban en el rancho.

El día completo había salido perfecto.

Una salida sin planes, dejando que las cosas surgieran por sí solas.

Dejando que cada momento siguiera su curso.

Un día para repetir...




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