Capítulo 1. La puerta equivocada
Anna ya había mirado su teléfono por décima vez aquella mañana, comprobando la dirección.
El pedido de la empresa de limpieza Chistunchik aparecía en la aplicación con toda claridad:
“Calle Robinson Crusoe, número 12. Limpieza. Hora: 11:00”.
—Pues parece que es esta casa —murmuró, observando la fachada de la hermosa y amplia vivienda, a la que se llegaba por una verja de hierro calado y un sendero que desembocaba en el umbral—. Espero que las chicas no se enfaden porque llegue tarde. Vamos, Anya, no tengas miedo —se animó a sí misma, sacando de su bolso una carpeta con papeles.
Eran las instrucciones de limpieza. Dos días atrás se había incorporado a la empresa, había pasado rápido el curso de formación, y aquel era su primer día de trabajo.
La casa tenía dos entradas, pero Anna no se dio cuenta… y, por supuesto, eligió la puerta que no era. Se acercó, llamó con los nudillos, pero la puerta se abrió con facilidad: no estaba cerrada.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —gritó, sonriendo para sí misma, pensando divertida que sonaba como esos personajes de película que siempre acaban encontrando un cadáver en la habitación.
“Espero que aquí no haya ningún muerto”, pensó un poco nerviosa, y volvió a gritar:
—¿¡Hay alguien!? ¿Señor de la casa?
Silencio. La puerta se abrió de par en par como si la esperaran. Anna entró… y casi soltó un grito de sorpresa.
Allí reinaba el caos: montones de libros contra las paredes, cuadernos y revistas abiertos cubriendo cada superficie, enormes hojas con planos tiradas por el suelo, tazas con café a medio beber, cajas, cables que se enroscaban como serpientes hasta dos ordenadores situados en distintos rincones de la estancia. No era un hogar, era un almacén, o mejor dicho, ¡una biblioteca que acababa de explotar!
Con cuidado, Anna dejó su maletín en un rincón más o menos despejado y miró alrededor.
—¡Vaya! Aquí hay trabajo para rato. Ahora entiendo por qué pidió limpieza. Si hubiera un cadáver, habría que desenterrarlo de entre tanta montaña de cosas… ¡Y ni pensar en lo que costará dejar todo esto limpio!
No veía a sus compañeras por ninguna parte. Sacó el teléfono para llamarlas, pero descubrió que no tenía cobertura. Todas las aplicaciones le mostraban el mismo mensaje: “No hay red”.
—Genial… —suspiró—. Seguro que también llegan tarde, como yo.
Los clientes solían dejar llaves para las limpiadoras. Quizás las chicas ya habían estado y habían salido a tomar un café en la cafetería de la esquina. Anna decidió convencerse de esa idea.
Ella nunca tomaba café, prefería el té… y los dulces estaban prohibidos: dieta eterna.
Pero trabajo era trabajo. Se remangó, abrió su caja de limpieza y decidió empezar sola. Quizás, si avanzaba bastante, las demás la alabarían delante del jefe.
Repasó cuidadosamente las instrucciones de los productos —le encantaba leer instrucciones—, se puso los guantes y empezó.
Recogió tazas y platos, ordenó libros, apartó cajas, quitó el polvo, abrió la ventana para ventilar. Poco a poco la habitación empezaba a parecer habitable.
"Con suerte, hasta me dan una buena propina", pensó, recordando las historias de sus compañeras.
Ya solo quedaba fregar el suelo y rociar el ambientador. Armó la fregona y pasó la bayeta con energía sobre el parquet. Estaba terminando justo cerca de la puerta cuando oyó un ruido detrás de ella: la puerta se abrió.
—¿¡Qué demonios pasa aquí?! ¿Quién es usted? —la voz dura la hizo saltar del susto.
Anna se giró. En el umbral había un hombre alto, moreno, de pómulos marcados y mirada feroz.
—Eeeh… ¿y usted quién es? —balbuceó, levantando la fregona como si fuera una lanza.
—¡Yo pregunté primero! —tronó él, y Anna casi soltó una carcajada. Exactamente lo mismo decía en el colegio su compañero Vasko, el chivato de la clase.
El hombre notó que ella contenía la risa, y sus ojos chispearon de ira.
—¡No le veo la gracia! ¡Explíquese! ¿Por qué está en mi casa?
—¿Cómo que por qué? ¡Estoy limpiando! —exclamó Anna—. Cumpliendo su pedido de limpieza… eeem… eso… ¡el cleaning! —recordó la palabra correcta.
Él arqueó las cejas, recorrió con la vista la habitación ya ordenada, y su cara se ensombreció más que una tormenta.
—¿Limpiando? ¿Para qué? ¡Lo ha destrozado todo!
—¿Cómo que destrozado? ¡Aquí había un desastre monumental!
—¡No era un desastre, era mi sistema! ¡Mi espacio de trabajo! Cada cosa estaba en su sitio y usted lo ha arruinado. ¡Oh, mein Gott! ¿Qué hago ahora?
Se llevó las manos a la cabeza, mirando con horror los estantes relucientes y los libros perfectamente alineados.
Anna también miró los muebles brillantes y no pudo creerlo.
—¿Bromea? ¡Esto era un basurero! ¡Hongos en las tazas, polvo en los ordenadores, bolas de pelusa bajo la cama del tamaño de mi puño! —y le plantó el puño bajo la nariz.
—Para usted será basura, pero para mí era orden —replicó él con frialdad—. Yo no llamé a ninguna limpiadora.