Capítulo 13. ¡Ahora estoy lista para todo!
— ¿Tienen mi talla? —preguntó en voz baja, aunque lo que quería de verdad era gritar en toda la tienda y armar un escándalo monumental. Sin embargo, pensó que ya había tenido bastantes escenas ese día.
— A lo sumo esta —se rió la vendedora, señalando con la mano a un maniquí que lucía algo rosado y amarillo, cubierto de lentejuelas y rodeado de innumerables volantes. Aquella prenda sin forma impactaba por sus colores chillones, además de por su tamaño: evidentemente estaba hecha para una mujer realmente robusta.
Anna frunció el ceño, se armó de valor para responder con dignidad a aquella insolente dependienta, cuando de repente hacia el vestido rosa-amarillo corrió otra mujer, juntó las palmas y exclamó:
— ¡Esto! ¡Esto es justo lo que estaba buscando! ¿Cuánto cuesta esta maravilla? —señaló con entusiasmo el vestido llamativo.
La vendedora se quedó con los ojos como platos, pero decidió no contradecir y enseguida se apresuró hacia la nueva clienta.
— ¡Excelente elección! El vestido es obra del diseñador Marcelini, le sienta perfectamente a su imagen —también midió a la mujer con una mirada evaluadora, ya que era bastante corpulenta. Pero, evidentemente, esta señora era muy rica, porque llevaba muchas joyas de oro y casi todos sus dedos estaban llenos de anillos preciosos—. Ahora mismo le traigo el vestido a probador, ¡pase por allí! —y comenzó a quitar la prenda del maniquí.
— Y a mí, por favor, este mismo pero en mi talla —dijo Anna en voz alta, señalando aun así el vestido negro que había elegido.
— Muy bien, muy bien, enseguida lo hacemos —se acercó a ella otra vendedora, al parecer no tan malintencionada y más agradable en el trato.
Al poco tiempo Anna se probaba el vestido, que efectivamente le ceñía como una salchicha: todas sus curvas, tanto de delante como de atrás, quedaban fuertemente marcadas. Pero Anna decidió comprarlo por principio.
— ¡Vaya! Dice que no corresponde a mi imagen y que es para delgaditas. ¡¿Y si a mí me gusta así?! —le reprochó furiosa a su reflejo en el espejo. Observaba con cautela a aquella nueva mujer, tan diferente de la muchacha que había sido antes.
Por otra parte, hacía mucho que soñaba con lo que suele llamarse “el pequeño vestido negro”. Que lo tuviera al fin. Lo usaría una sola vez, allí con gente desconocida, nadie la conocía —que luciera al menos una vez.
Se quitó el vestido y lo llevó a la caja. Allí ya estaban embalando el vestido para la señora que contaba a todos que lo compraba como vestuario escénico, porque era actriz y representaría a una dama excéntrica, a la que no le importaba lo que pensara la gente y que se ponía lo que le daba la gana.
— Claro —decía la mujer—, semejante vestido no lo usaría entre la gente, pero en el escenario, ¡es perfecto!
Las dependientas asentían amablemente mientras imprimían el recibo, en el que Anna notó un buen número de ceros.
Y el suyo tampoco era barato. Y como había decidido comprarlo por orgullo, gastó casi todo el dinero recibido para ropa nueva. Tuvo que gastar también de aquellos treinta mil en lencería, accesorios y zapatos. Pero ahora estaba completamente lista para la fiesta.
Poco después se convirtió en dueña de un pequeño vestido negro, unos zapatos de tacón alto y un collarcito que caía de maravilla sobre su exuberante y hermoso escote descubierto.
Pagó todo con la tarjeta, tomó la bolsa y, con la cabeza bien erguida, salió de la tienda. La muchacha se sentía una reina, ¡como si pudiera permitirse todo!
Al salir de la boutique de lujo, Anna se detuvo un minuto para recuperar el aliento. En sus manos llevaba una bolsa con el pequeño vestido negro, los zapatos nuevos y las joyas, pero sus pensamientos ya giraban en torno a otra cosa. Al día siguiente la esperaba un nuevo trabajo, una oficina seria, gente nueva, pruebas nuevas, y allí, con ropa de fiesta, desde luego no podía aparecerse. Y la ropa que ya tenía le parecía insuficientemente adecuada para un nuevo comienzo en la nueva empresa.
— Necesito también un traje de oficina —murmuró la muchacha para sí misma, y se dirigió a una tienda de ropa común, donde solía comprarse cosas cómodas.
En el amplio salón reinaba la agitación habitual: unos se probaban vaqueros, otros elegían camisas, otros se detenían frente a las estanterías de calzado. Anna fue directamente a la sección de ropa clásica. Allí se topó con el traje perfecto: negro, con falda. Le gustó de inmediato, porque era severo, elegante, y, además, encontró justo su talla. Para acompañarlo eligió una blusa blanca con cuello discreto y unos zapatos cómodos con tacón bajo. Todo el día en la oficina no iba a pasarlo corriendo en tacones altos. Y todo aquel conjunto costaba mucho menos que un solo vestido de fiesta.
— Justo lo que necesitaba —sonrió satisfecha, mirándose en el espejo del probador. Sí, era rellenita, sí, con curvas generosas, ¿pero quién había dicho que todas las personas debían ser iguales? Aquellos insistentes cánones de moda que exigían ser delgada y alta la irritaban profundamente.
La bolsa con la nueva ropa de trabajo se unió a sus “tesoros de fiesta”. Y ya por la tarde, Anna pasó además por la peluquería. La estilista enseguida se puso manos a la obra con su cabello rubio: lo recortó hábilmente, le onduló las puntas, le dio volumen, y en el espejo brilló una rubia segura de sí misma, con peinado profesional.
— Ahora estoy lista para todo —pensó Anna al salir del salón...