Amor sin instrucciones

Capítulo 14. «La cobra»

Capítulo 14. «La cobra»

Por la mañana, Anna ya estaba frente al edificio cúbico, dándose ánimos y llenándose de valor. "¡Tú puedes, Ania!", se susurraba a sí misma, aunque el corazón se le salía del pecho de la emoción.

En el tercer piso, donde estaba la oficina, reinaba el silencio. Al escuchar los pasos de la muchacha por el pasillo, de una de las salas se asomó una mujer, que resultó ser la jefa directa de Anna, la contadora principal. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, que de inmediato se presentó:

— Me llamo Tamara Hryhorivna. Hoy el director y la secretaria están de viaje, así que, por ahora, yo soy la jefa en la oficina —su voz sonó pareja y seca, y su mirada recorrió con desaprobación la figura de Anna.

Anna la observaba y sentía cómo toda la energía positiva y el buen ánimo se le desvanecían, porque la jefa, dicho suavemente, no le gustaba. ¡Caray, incluso le daba miedo!

Tamara Hryhorivna era delgada, casi huesuda, vestida con un traje de pantalón gris oscuro que acentuaba su oficialidad. El cabello negro lo llevaba recogido en un moño muy tirante en la nuca, y en su rostro pálido, sin rastro de maquillaje, brillaban unas grandes gafas redondas que la hacían parecer un búho. La jefa apretó con desaprobación sus finos labios y, con la mirada, parecía escanear cada movimiento de Anna, evaluándola de pies a cabeza.

A la muchacha incluso le pareció que no tenía delante a una persona viva, sino a un robot, porque en la mirada de Tamara Hryhorivna no había ni una chispa de calidez, solo severidad, incluso cierta malicia. De pronto, Anna se sintió como una colegiala llamada al pizarrón, a punto de equivocarse. "Ay, con semejante jefa no me será nada fácil", pensó cuando siguió a la contadora principal hasta el despacho y se sentó en la mesa que le habían asignado. Y no se equivocaba.

El día giró como en un caleidoscopio. Tablas, cuentas, contratos, cifras interminables. La pantalla del ordenador le quemaba los ojos como fuego ardiente, las hojas le daban vueltas en la cabeza, y la contadora principal no dejaba de traerle nuevos montones de documentos o de enviarle archivos al ordenador.

Algunos de esos papeles le resultaban familiares: simples actas de conciliación o facturas, con las que había tratado antes o había leído en manuales. ¡Pero otros! ¡Dios mío! La contabilidad resultaba ser un mundo lleno de enigmas y misterios, textos cifrados y criptogramas. Extrañas tablas, programas contables incomprensibles, reportes con códigos que parecían más un enigma secreto. Anna los miraba y sentía cómo una ola de pánico se abalanzaba sobre ella sin freno...

Hacerle preguntas a Tamara Hryhorivna ni se lo planteaba: su mirada era demasiado fría y hostil. Se imaginaba a la mujer rodando los ojos y lanzándole en seco: "¿Acaso no sabe hacer nada?". Así que Anna se mordió el labio y decidió arreglárselas sola. Abría pestañas del navegador, buscaba respuestas en internet, escribía consultas como “cómo hacer un balance de comprobación”, “error en el reporte 1C”, “cómo llenar la declaración del IVA”... Con una mano introducía cifras, con la otra navegaba veloz entre artículos, tutoriales y foros de contadores. Esto le llevaba un montón de tiempo, y la muchacha sentía que se quedaba cada vez más atrás del ritmo impuesto por la severa jefa.

En algunos documentos, creyó haber cometido errores: firmó en el lugar equivocado, rellenó la casilla incorrecta o redondeó mal una cifra. Por dentro todo se le encogía de miedo: ¿y si descubrían esos errores? Pero valor para preguntar no tenía.

— No, mejor espero —se susurraba, decidiendo que se dirigiría con las dudas directamente al director, que era mucho más amable que esa cobra de la contabilidad.

Mientras tanto, Anna ideó un pequeño truco: todos los documentos que no entendía y que le parecían “fallidos” los guardaba en una carpeta electrónica aparte en el escritorio. Por seguridad también los subió a la nube, en un catálogo privado.

Para las cinco de la tarde, Anna apenas se mantenía en pie. Solo se había escapado media hora a almorzar, y el resto del tiempo no dejó de trabajar. ¡Porque la contadora principal la vigiló todo el día con rigurosidad! Entraba cada quince minutos y controlaba todo. A veces Anna temía incluso apartar la vista del monitor, porque le parecía que la jefa estaba siempre allí, observándola con atención.

Pero había, de todas formas, una cuestión que Anna debía resolver, aunque no quisiera hablar con aquella mujer desagradable. Finalmente, armándose de valor, la muchacha se acercó a Tamara Hryhorivna:

— Disculpe, pero... necesito salir un poco antes hoy. ¿Puedo irme a las cinco?

— ¿Antes? —alzando las cejas, la contadora se mostró sorprendida.

— Sí —Anna tragó un nudo en la garganta—. Tengo una cita importante a las seis de la tarde.

La mujer le lanzó una mirada que podría atravesar una pared, pero finalmente murmuró en seco:

— De acuerdo. Pero la próxima vez se quedará más tiempo, para compensar lo que hoy no ha trabajado.

Anna suspiró aliviada. Recogió sus cosas con prisa, se despidió de la “cobra”, como la llamaba en secreto, y salió disparada de la oficina. Llegó a casa casi corriendo, agotada, terriblemente cansada, con dolor de espalda y de cabeza. ¡Y todavía le esperaba la fiesta con Oleksio! ¿Cómo iba a resistirlo todo?




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