El ruido del despertador resonó en la habitación de Ana y ella se estiró perezosamente, sintiendo cómo la emoción de la noche anterior aún vibraba en su interior. Se sentó en la cama con una gran sonrisa. La química con Juan estaba creciendo a pasos agigantados, y ese sentimiento de felicidad pura prometía ser el comienzo de algo espectacular.
Con el corazón latiendo de entusiasmo, se levantó, se vistió y, como de costumbre, se dirigió a la cocina. Con un café en mano, se sentó en la mesa mientras recordaba las risas compartidas y las confesiones durante la noche de juegos. Había algo mágico en la forma en que se habían conectado, algo que iba más allá de la mera amistad.
“¿Qué planes tienes hoy?”, preguntó su tortuga, que parecía observarla con curiosidad. “Tal vez una aventura sobre trescia de miles de pies de altura no le haría daño a una chica como yo”.
Ana soltó una risita ante su propia locura. La idea de que podría hacer algo tan loco como saltar en paracaídas era aterradora, pero también era emocionante. Desde la conversación con Juan sobre sus sueños, había tenido una sensación meciendo su interior. Tal vez, solo tal vez, debía enfrentarse a sus miedos y hacerlo.
Mientras el café se filtraba en su sistema, la idea comenzó a tomar forma. Decidió que no podía dejar pasar la oportunidad de seguir explorando esta conexión especial con Juan. Después de todo, había prometido hacer algo loco juntos.
Más tarde esa tarde, mientras llevaba una camiseta de su grupo favorito, Ana decidió enviarle un mensaje a Juan. “Hola, Juan. He estado pensando en algo que mencionaste sobre saltar en paracaídas. ¿Qué te parece si vamos a intentarlo este fin de semana?”.
Poco después, Juan respondió: “¡Eso suena increíble! Efectivamente, estoy emocionado. ¿A qué hora nos encontramos?”.
El simple intercambio de mensajes encendió una chispa en su corazón. La idea de compartir esa aventura con él era tan emocionante como aterradora. Ana dedicó lo resto de su día a investigar el centro de paracaidismo que había mencionado Juan, asegurándose de que estuvieran listos para la experiencia.
Finalmente, llegó el tan esperado sábado. Ana se despertó llena de nervios y emoción. Se preparó con una camiseta cómoda, unos pantalones de chándal y zapatillas, lista para enfrentar el cielo.
Mientras conducía hacia el lugar de encuentro, pensaba en lo que estaban a punto de hacer. El centro de paracaidismo estaba a las afueras de la ciudad, rodeado de hermosas colinas y campos verdes. La vista prometía ser espectacular. Pero a medida que se acercaba, sus nervios comenzaron a crecer. “¿Estás segura de esto, Ana?” se preguntó a sí misma.
Al llegar al lugar, se dio cuenta de que había otros saltadores también, algunos más experimentados y otros que, como ellos, eran novatos. Se encontró con Juan, quien la saludó con una gran sonrisa en su rostro.
“¡Hola, valiente!”, dijo Juan al verla. “¿Listo para volar?”
“Listo como esté mi corazón”, respondió Ana, sintiendo que la adrenalina comenzaba a chisporrotear en su interior.
Los dos se dirigieron al interior del edificio, donde un instructor les recibió. “¡Bienvenidos al emocionante mundo del paracaidismo! Hoy aprenderán a saltar desde una altura impresionante”, explicó mientras les mostraba un video que mostraba la experiencia.
“Solo hay que dejarse llevar y dejarse caer, suena simple, ¿verdad?” murmuró Juan, dándole un codazo a Ana.
“Eso es, ¡simple!”, respondió Ana, aunque sabía que en su interior, la idea de dejarse caer desde un avión era todo menos simple. Pero la presencia de Juan la hacía sentir más segura.
El instructo comenzó a explicar los diferentes pasos que debían seguir, y aunque Ana era consciente de que el conocimiento teórico no le haría menos nerviosa, escuchó atentamente. La emoción era palpable entre todos los asistentes, pero también había preocupación en algunas caras.
Después de las instrucciones, era hora de vestirse con el equipo. Ana anotó cada movimiento de Juan mientras se ponía el arnés. “Te ves genial con eso”, le dijo Ana cuando él terminó de colocarse su equipo. La realidad del salto estaba comenzando a hundirse en ella.
Pero Juan solo bromeó: “Sí, estoy listo para una película de acción. Solo espero no ser el protagonista de una serie de accidentes”.
Ana se rió, y, aunque estaba ansiosa, la ligereza de la broma ayudó a calmar un poco su nerviosismo.
Finalmente, llegaron al avión. El ruido del motor resonaba por todo el lugar, y Ana sintió cómo la adrenalina empezaba a dispararse de nuevo. Se sentaron juntos, y mientras el avión comenzaba a elevarse, Juan miró a Ana y le aseguró: “Todo estará bien. Estamos aquí por la diversión, ¿recuerdas?”.
“Tienes razón. Si sobrevivimos a esta aventura, seremos más valientes para cualquier cosa que venga… incluso para un mal día de café”, dijo Ana, riendo nerviosamente.
A medida que el avión ascendía, el paisaje se expande ante sus ojos; las colinas verdes y los campos abrían un hermoso espectáculo. Sin embargo, los nervios comenzaron a hacer mella en Ana. Se preguntó si realmente podría hacer esto. Pero cuando sintió la mano de Juan en su hombro, una oleada de confianza la envolvió.
“Recuerda, tengo tu espalda. Avanza y disfruta cada segundo, ¿de acuerdo?”, le dijo él, y sus ojos brillaron con sinceridad.
“De acuerdo”, le respondió Ana, sintiéndose ligeramente más segura.
Cuando alcanzaron la altura de salto, el instructor les dio la señal. La puerta se abrió, dejando entrar el viento frío que agitaba sus cabellos con fuerza. Un escalofrío de emoción recorrió a Ana mientras el instructor les daba las últimas indicaciones.
“Cuenta hasta tres y salgan a la vez”, ordenó, mientras le aseguró a Juan y a Ana que todo iba a salir bien. “Uno… dos… tres… ¡salten!”.
Y en un instante, juntos, se lanzaron al vacío.
La sensación de caída libre fue absolutamente surrealista. La gravedad parecía abrazar a Ana, y el aire a su alrededor silbaba en sus oídos. Era pura libertad y adrenalina, una mezcla de miedo y felicidad que la hizo reír y gritar al mismo tiempo.
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Editado: 04.12.2025