Agustín despertó en el centro de una sacudida, similar a las que te mueven el suelo. Solo que él no estaba de pie sino sentado, o más bien desparramado, con la cabeza hacia atrás sobre el respaldo del sillón marcado con manchas de la oficina del taller mecánico. Abrió los ojos con el sobresalto clavado y meneó la cabeza un poco. El cuello estaba hecho un nudo, igual que las rodillas; resintió un crujido de huesos al estirar las piernas que un puntapié habían echado abajo, luego de tenerlas reposadas en una mesa diminuta. Se agarró de los reposabrazos y el tacto el cuero rasgado que alguna vez fue un bonito tapizado, le otorgó el equilibrio necesario.
Al enfocar, el rostro poco amistoso de Darío le dio los buenos días.
—Otra vez te quedaste a dormir aquí. ¿Qué no tienes casa, güey?
El hombre puso en el escritorio atiborrado de piezas mecánicas usadas, facturas, notas y algunas envolturas olvidadas, una bolsa de plástico de supermercado cuyos contenedores dentro se adivinaban a través de la trasparencia. Después tomó la taza negra y despostillada que se encontraba sobre una pila de papeles. La levantó hasta su nariz y torció esta con desagrado.
—Chupaste. Ya te dije que en el trabajo no. Vete a la pinche cantina.
—Solo fue un trago, no necesito gastar tanto para eso —justificó, apretándose la cabeza en un intento de disminuir el dolor de la cruda.
—Pendejo. La Rosaura te volvió a traer el desayuno. Iba apurada al trabajo, dice que viene más tarde a verte. La hubiera pasado y así te despertaba ella.
—No, ¿para qué?
—¿Te sigue mandando mensajes?
—A diario.
—O esa vieja quiere contigo o anda de mandadera.
—¿Y qué?
—¿Cómo que "y qué"? —Darío acercó la silla del escritorio y provocó un rechinido al sentarse; la estructura metálica se tambaleó bajo sus casi cien kilos—. Es la prima de Olga, Olga vive con ella. ¿No se te hace raro?
Agustín tardó en hablar, la sensación pastosa en la lengua y el sabor a rancio le exigía beberse un litro entero de agua.
Por otro lado, apreciar a Darío no le impedía reconocer que la mayor parte del tiempo era lo más parecido a un dolor de huevos. Tal vez porque al tipo le gustaba enredarse con hombres. Cualquiera diría al verlo que una buena mujer lo esperaba en casa, en lugar de mal nacidos menores que él que terminaban robándolo. Por lo anterior, o porque siendo su socio se sentía con mucho derecho, no paraba de señalar inconvenientes que él pretendía obviar. Para Agustín era ridículo que se fijara en su desastre cuando él tenía el propio.
—Rosaura me ayuda, no solo me trae comida, a veces me echa la mano con las cuentas.
—No la quiero husmeando en eso, si necesitas ayuda contratamos a alguien. —Resopló y se enfocó en la otra parte de la conversación—. Para mí que Olga es la que te manda tanta comida. ¿Por qué no intentas hablar con ella? ¿O con tu hija? ¿Con ella si has hablado?
"Tu hija". ¿Hija de quién? Porque de él, dejaron claro que no.
—No. Y no es la comida de Olga, como si no la conociera bien; cocina mucho mejor que Rosaura. El único mensaje que me envió fue para avisarme que en tres meses tenemos cita en el registro. Quiere que firme el divorcio.
La sola palabra le causó acidez, ¿su esposa tenía tantas ganas de deshacerse de él? ¿Por qué no dio señales antes, en vez de esperar a que todo se fuera al carajo? Habían pasado diez meses desde la boda de Lily y el abandono de su madre; era una eternidad, una que él transitaba en un brumoso limbo. Lo peor era que Rosaura le decía sin tapujo que Carlos la llamaba seguido y que Olga aceptaba sus invitaciones para salir, que volvía tarde de verlo y con una sonrisa.
¿Cómo era posible que al infeliz si le disculpara su abandono y a él ni quisiera visitarlo?
—¿Y se lo vas a dar? ¿Así nomás?
—Ya deja de chingar, ¿qué quieres que haga si no quiere saber de mí? Lily tampoco y yo tampoco quiero saber de ellas.
—Hazte. Ya qué, come, lávate y sal a trabajar. Necesito que compres unas piezas. También te aviso que voy a contratar otro chalán, los que estamos no nos damos abasto. Para que escojas uno y lo enseñes, pero fíjate bien.
Agustín se burló de sí mismo. Desde hacía un tiempo, Darío no lo dejaba tocar autos ni hablar mucho con los clientes. No lo culpaba; la última vez había cometido un descuido al reparar el automóvil de un tipo y, en lugar de aceptar el error, se puso a discutir con él. Por lo menos, su socio todavía confiaba lo suficiente para dejarlo hacer cuentas y tratar con proveedores. Una confianza de la que él carecía.
Antes era bueno; no supo ni qué pasó, su castillo de naipes se había derrumbado sin que pudiera rescatar ni una sola carta. Al igual que con su familia, había perdido el toque con lo demás. Sus manos y cabeza se volvieron una carga inútil; lo más mínimo se le dificultaba. A veces, la idea de morirse le apetecía más que seguir gastando oxígeno. Entonces, se acordaba de Lily, de esas tardes jugando cartas o los partidos de fútbol, de la playera oficial de las Chivas que le regaló con su primer sueldo porque él, a pesar de planear comprarla con cada temporada, no lo hizo.
Quería saber de ella.