Amores heridos

4

De conocer la razón para ser invitada a cenar, Marcela no habría caído directo en la trampa.

Ingenua, se dejó convencer por la supuesta intención de celebrar por adelantado su cumpleaños. Durante la última llamada telefónica y como un sabueso entrenado, Margarita, su madre, olfateó el deseo de cobijo en su tono y lo usó a favor. Sin embargo, Gregorio, su padre, representaba un inconveniente; gracias a sus exigencias, rehuía al núcleo familiar y valoraba su propio espacio, casi en la misma medida que su trabajo. Y, por contradictorio que fuera, este último la ataba al árbol genealógico con cadenas difíciles de romper.

Al menos logró darse un respiro doce años atrás, mudándose al apartamento que se convirtió en su guarida y en el que, por un tiempo, dejó florecer las ilusiones.

La velada transcurrió tranquila, por suerte, entre conversaciones cotidianas y ligeras, casi al grado de sentirse a salvo. Compartir intereses y vínculos profesionales con su progenitor no le permitía conducir la plática hacia asuntos lejos de su persona, pero había aprendido a sobrellevarlo. Desde su asiento en la cabecera, el patriarca presidía la mesa de ocho sillas, en su mayoría vacías, mientras comían el banquete digno de una celebración formal; demasiado lujoso para tres comensales. No obstante, la faena apenas comenzaba, lo supo al escucharlo:

—En la reunión de hoy, cuando se expuso cómo asegurar que los programas de estudio del colegio estén alineados a los nuevos estándares académicos y de calidad de la universidad, fuiste muy ambigua. Tienes a tu cargo un colegio con años de trayectoria, es la antesala a una de las mejores universidades del país. No dejes lugar a dudas de que sabemos lo que hacemos; es parte de tu trabajo.

—Procuraré ser más específica en la próxima reunión —aseguró.

—No esperes a eso. Haz llegar las aclaraciones puntuales en un oficio, asegúrate que todos los interesados lo reciban.

—Lo haré.

—También quiero hablar contigo de otro tema.

Marcela se tensó, puso a un lado la cuchara y bajo las manos a su regazo. No llegó a probar el postre, no quería relacionar el sabor cremoso de la jericalla con lo que venía.

» Explícame tu interés en esa tontería de la reproducción asistida.

Supo anticipar el golpe, pero no dónde se lo daría. Se quedó paralizada y con el rostro tenso frente a su madre que, sentada al lado contrario de la mesa, no le sostuvo la mirada. Fue la única a la que compartió sus planes personales y mil veces le pidió no contárselo a nadie. El reclamo se le atoró en la garganta cuando su padre prosiguió la acometida.

—No debería tener que hablarte a esta altura de lo que significa tener un hijo fuera del matrimonio, menos de ese modo tan humillante e inmoral ¿qué dirán de ti? Quieres pagar por arruinar tu vida.

—Eso te preocupa—mencionó sin dirigirle la mirada y concentrada en el postre frente a ella en un intento sutil de aparentar fortaleza—. Estoy a punto de cumplir treinta y nueve años, los últimos diez se me han ido como agua entre los dedos.

—Pareces más joven de lo que eres, no es necesario que tomes ese tipo de medidas; son ridículas.

¿Ridículas? Resonó en su cabeza y no pudo no pensar que a su padre no le preocupaba la soledad ni voltear hacia atrás y llenarse de vacío, como le sucedía a ella.

—¿Qué importa eso? Me gasto todas las horas del día en el trabajo, ¿dónde voy a encontrar a alguien que quiera formar una familia conmigo?

—Pues en un laboratorio con las piernas abiertas no será. Menos con un hijo de quién sabe quién. Es una estupidez.

—Papá. —Su tono se tornó suplicante, hambriento de comprensión—. Estuve con Humberto ocho años, se suponía que envejeceríamos juntos y me dejó; prefirió un mejor empleo del otro lado del mundo que quedarse conmigo. Ni siquiera me preguntó si quería ir con él. —Hizo una pausa, tal vez era mejor no continuar, pero la expresión de su madre, carente de empuje, en contraste con la dictatorial de su padre, la decidió—. Solo quiero estar segura de mis opciones. Quiero un hijo y si debo tenerlo sola, lo haré.

—Humberto es un imbécil, igual que tú por vivir con él sin ser su esposa. —Gregorio tamborileó los dedos sin ver a su hija—. Solo quiero que te quede claro que ser madre soltera no es una opción. ¡Te quejas de que no tienes tiempo y quieres traer a un hijo al mundo! ¿En qué cabeza cabe? Deja de pensar solo en ti—enfatizó con la respiración agitada. Pocas veces perdía el control, no lo necesitaba para hacerse escuchar; Marcela supo que aquella sería una batalla difícil de ganar.

—Haré lo que sea necesario, me ajustaré.

—Claro, como si fuera tan fácil. Y no te olvides de que eres la cabeza de un colegio católico, ¿eso no te dice nada?

—Me dice que no soy una monja que deba dar cuenta de su vida sexual.

Él inhaló hasta que las aletas de su nariz se ensancharon y tras parpadear, liberó el aire contenido de una sola y sonora exhalación.

—De eso no, pero un embarazo no vas a poder ocultarlo. Hemos rechazado la solicitud de ingreso a hijos de madres en esas condiciones: no puedes ser fuente de habladurías haciendo lo que censuramos.

—Bien sabes que nunca estuve de acuerdo con reservarnos así el derecho de admisión. Es una hipocresía.




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