Amores heridos

9

Marcela acarició su frente, luego repasó con los dedos el nacimiento de su cabello, estirado y pegado a la cabeza mediante el moño que era su peinado regular. Había sido una jornada extensa; reuniones obedeciendo a una agenda con poca flexibilidad, papeleos y revisión de asuntos académicos. Por si el agobio no fuera suficiente, un pensamiento intrusivo la alteraba como nunca. La tarde anterior había huido cual cobarde de aquel taller mecánico, atemorizada por la actitud de la mujer, esposa o lo que fuera, del hombre al que pretendía mostrar agradecimiento. En lugar de hacerlo, le había dejado un problema. No podía soportarlo. Aquello martillaba su consciencia, mientras la concentración iba y venía del documento entre sus manos que debía firmar.

Una rompe hogares, fue el título que le dio a su madre la gente allegada que supo cómo surgió la relación entre sus progenitores. Con el afán de recuperar el respeto que perdió, Margarita se adaptó a Gregorio de una forma camaleónica —o eso suponía Marcela, viendo las fotografías de juventud de ella—; cambió por completo su imagen y creencias, solo para lavar la condena sobre su cabeza. Imaginarse en la misma posición y sin haber sido su intención la hizo sudar frío. Lo último que pretendía era acercarse a un hombre comprometido.

Unos golpes en la puerta de su oficina significaron la salvación, al apartar las funestas cavilaciones. La secretaria se había ido media hora antes, por lo que no le pareció extraño no recibir ningún aviso.

—Adelante —respondió e irguió la espalda para recomponerse.

La puerta se abrió y una figura bien conocida para ella entró sin pedir permiso.

Con mirada lobuna, Sandra escudriñó el ambiente y a la mujer detrás del escritorio, observando hasta el mínimo detalle en solo un parpadeo. Una depredadora, pensó Marcela; era lo que aparentaba con su actitud dominante.

—No son horas de estar trabajando, querida. Hoy es la entrega de reconocimientos a los profesores con mayor trayectoria. ¿No piensas ir?

Marcela la siguió, correspondiendo a su inquisitiva presencia, hasta verla sentarse en la silla frente a su escritorio.

—Tengo que ir, soy parte del presidium —aclaró, colocando el documento en el escritorio y guardándolo con extremo cuidado en la carpeta abierta para él; por ese día no se creía capaz de hacer nada más y menos con Sandra ahí.

—Pues tenemos cuarenta minutos para llegar —afirmó, tras revisar el reloj de pulsera en su muñeca izquierda—. Te llevo en mi auto, luego regresamos por el tuyo.

Desde la discusión con su padre, no pudo evitar notar los intentos de acercamiento de Sandra. Durante años, ambas permanecieron como dos empleadas, cuyo único tema en común era el trabajo; se veían poco y cuando sucedía, se saludaban más por profesionalismo que por simpatía, esta última se había acabado, al menos de su parte.

Pero cuando la soledad la golpeaba como un marro, extrañaba a aquella joven de veinte años que, al convertirse en su mejor amiga, la había rescatado de una espiral de malas decisiones, años después del impacto que le causó la partida de Raúl. Había atravesado el duelo por esa amistad perdida al mismo tiempo que lidiaba con el rompimiento con Cristóbal, el hombre que la engañó con Sandra. O al menos eso había creído. Lamentaba que, a pesar de sus esfuerzos, esa herida aún siguiera supurando por dentro.

—Mejor se va cada una por su cuenta —sentenció, tras apagar la computadora y ponerse de pie. No obstante, no salió de detrás de su escritorio, frenada por el comentario que siguió.

—Por favor —recalcó la abogada, en medio de una exhalación camino a ser bufido.

—¡Por favor nada, Sandra! ¿Qué es lo que buscas? ¿Mi padre te envió a vigilarme? Dile que deje de preocuparse, no me voy a embarazar hasta que no sea reelegido rector.

Los ojos de la abogada chispearon con picardía, en tanto sus labios se curvaban sin llegar a sonreír. Esa mueca, entre la diversión y el desafío, asqueaba a Marcela tanto como alguna vez la hizo sentir cómplice de algo especial.

—Entonces pensaste en lo que te propuse. Dime, ¿ya tienes candidato? —cuestionó, inclinándose hacia adelante.

«Como si te lo fuera a decir». Si bien Sandra fue su mejor amiga, también mostró desde el inicio una tendencia a competir con ella; un juego perverso que no pensaba repetir. Aún recordaba a los muchachos por los que llegó a sentir agrado, y a los que su amiga de entonces se acercó primero.

—Nos vemos allá. —Caminó a la salida, y tomó en un solo movimiento su saco y bolsa del perchero de pie junto a la puerta.

A continuación, salió sin mirar atrás, confiada en que el guardia cerraría. Sandra podía hacer lo que quisiera, pero no le iba a permitir arruinar más en su vida.

Por desgracia, tenía que seguir soportándola. Antes de la ceremonia, la vio hablar con Gregorio y otros, demasiado cerca para incomodarla; una idea horrible se dibujó en su mente, pero quiso creer que la abogada no sería capaz de algo tan ruin. Luego, se reprochó esa fe ridícula que podía mantener en las personas. Minutos más tarde, tomó su lugar en la mesa del presidium junto al resto de autoridades educativas y se olvidó del asunto.

En poco tiempo, comenzaron las presentaciones, seguidas de la larga lista de nombramientos, semblanzas y el desfile de quienes fueron felicitados por su entrega a la causa de la universidad. Al finalizar, los asistentes fueron al salón contiguo, al cóctel con el que agasajaron a los profesores y sus familias. Ella optó por seguir manteniendo distancia de Sandra, aunque nunca podía estar como quería: sola en una apartada mesa, disfrutando de un buen vino y un aperitivo.




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