Amores heridos

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Agustín finalizó la llamada y se quedó con los ojos clavados en la pantalla. Por pura memoria muscular, abrió la silla del comedor y se sentó en ella. Había sido un acierto buscar la privacidad de su casa para contactar a la güerita; no quería ni imaginar que algún indiscreto se diera cuenta en el taller. O incluso que quedara evidencia en la cámara de la oficina. Estaba tan poco acostumbrado a hablar con mujeres sin otra intención que no fuera el trabajo o asuntos cotidianos, que no pudo liberarse de un agudo reconcomio.

Sin embargo, estaba hecho, y los resultados fueron gratificantes a la par de inesperados. Ya ni recordaba la última vez que se citó con una mujer, debió ser en su adolescencia. Con Olga había sido muy diferente; un día comenzaron a hablarse en la tienda de la que ella era encargada y él cliente, y al poco tiempo, ya estaban en una relación. El que fuera una mujer de mayor edad, sin miedo a satisfacerlo sexualmente, facilitó que todo avanzara entre los dos.

Sacudió la cabeza, Olga no tenía cabida. Prefirió enfrascarse en el maremoto de aleteos, que elevaban sus pulsaciones, al recordar cada detalle del rostro angelical. La aventura en puerta electrizó sus músculos. Sin hallar una posición cómoda, subió ambos brazos a la mesa y aferró el celular con las manos, como si fuera la llave al paraíso. Siguió mirándolo con los piquetes de la ansiedad en la nuca, necesitado de confirmar que ella cumpliría su promesa de enviarle la ubicación por WhatsApp.

Y fue gracias a esa atención que alcanzó a ver, en una notificación, la respuesta a otro mensaje para el que ya no guardaba esperanzas.

«Papi. Hoy quiero helado. Te q».

Otro brinco en el pecho le sacudió el alma. Abrió el chat, sin embargo, el mensaje había desaparecido, borrado por la persona que lo envió instantes antes. Aunque ese «Te quiero» no había sido escrito por completo, sabía bien lo que significaba. Lo preocupó un poco lo primero, pero quiso creer que a Lily también le ganaba la nostalgia; en su cabeza, no cabía la idea de que una mujer viviendo con el hombre que amaba estuviera triste.

De inmediato, vinieron a su mente las rabietas de una niña que, ante el intruso en su familia, manifestó regresiones difíciles de controlar. Olga, desesperada, fue incapaz de hallar un puente de comunicación con ella. Fue él, con paseos al parque e interesándose en sus juegos infantiles, quien logró ganarse un lugar en el corazón de esa pequeña confundida por el cambio. No pudo evitar relacionar ese pasado con el mensaje del que apenas alcanzó a saborear unas letras fugaces. Si bien Lily era una adulta, en él no había cambiado ese deseo de comprenderla y protegerla.

En ese mismo momento, era un hombre optimista, así que movió el dedo pulgar dispuesto a presionar el botón para iniciar llamada. Finalmente, ahogó el impulso en un suspiro. Si Lily no estaba lista, esperaría; no es fácil dejar de amar a un hijo, para lograrlo tendría que matar un pedazo de sí mismo que no deseaba perder. Entonces, recibió la ubicación que tanto aguardó y apartó a Lily de sus pensamientos.

Seguía medio pasmado, pero debía apurarse si no quería perder la oportunidad de sentirse vivo. Cayó en la cuenta de la capa de mugre que el día de trabajo dejó en él. A pesar del escaso tiempo, era necesario entrar a la ducha antes de atreverse a ir al encuentro de semejante ángel. Con una ola de energía renovada, hizo lo necesario para eliminar cualquier mancha. La magia del jabón y el agua surtió efecto e incluso, se cortó las uñas para evitar dejar rastro de la grasa y la tierra propias de su oficio. En el armario, buscó algo adecuado. Las tres camisas que componían sus mejores atuendos seguían ahí, cuidadosamente colgadas en ganchos, lavadas y planchadas meses antes por las manos dedicadas de Olga.

Aquella ironía no lo hizo detenerse a pensar. Tomó una negra de manga larga, su favorita. También un pantalón de mezclilla. Un último vistazo al espejo evidenció la incipiente barba de días que no rasuró. A menudo le sucedía; sin tener para quien verse bien, había olvidado esos detalles. No era algo que le interesara, hizo lo que pudo en escasos minutos para lucir presentable.

Al llegar al sitio pactado, tras media hora de conducción, encontró las enormes puertas del estacionamiento cerradas. No había señales de la güerita, así que estacionó con las intermitentes puestas y la llamó.

Otra vez la balada de Adele la despertó. Bostezó y abrió los ojos, se frotó estos últimos con rudeza, como hacía siempre al emerger de un sueño profundo. Pero no estaba en su cama, ni siquiera en su casa. Se sentó, evaluó a su alrededor para ubicarse y terminó enfocando su cara en el retrovisor. Alarmada, encendió la luz. El rostro manchado por maquillaje y el peinado deshecho la obligaron a hacer memoria. Pero antes, debió encargarse del celular, que seguía pidiendo ser atendido. Lo buscó, hasta dar con él en el piso del automóvil, justo debajo de sus pies. El nombre en el identificador la hizo soltar una expresión de asombro y vergüenza.

El descanso la había ayudado a deshacerse de los efectos del vino en su organismo, pero también la inhibió, haciéndola sentir por completo ridícula al tener claros los eventos. Luego de colgar con el amable mecánico, se había soltado el cabello y renovado el carmín de los labios, buscando potenciar su atractivo. Tras esperar varios minutos, cedió al agotamiento y al mareo. Su debilidad le costó quedar con una maraña de cabellos rubios en la cabeza y un rostro arruinado por colores esparcidos sin sentido.

—Bue... bueno —respondió, con el corazón al mil.




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