Amores heridos

12

A partir de la cena con la güerita, Agustín se aseguró de salir de casa luciendo lo mejor posible. Nunca sin bañarse. Todavía obviaba afeitarse dos de cada tres días, pero era algo que solía hacer desde que tuvo la edad para preocuparse por el pelo en la cara. Prefería ahorrarse esos minutos.

Durante años, Olga le insistió para hacerlo religiosamente, como tantas otras rutinas que implantó en su hogar y de las que fue la promotora. La que Agustín extrañaba menos era la de ir a misa de ocho de la mañana los domingos; el único día que podía permitirse despertar tarde. Si bien era creyente, Olga era la practicante; eso fue lo único que le gustó a su abuelo de ella, y también, que fuera tan buena cocinera.

Por otro lado, la botella que había sido su fiel compañera, fue a dar a la basura. Había tardes en que todavía lo tentaba un trago, entonces se distraía con cualquier cosa a su alcance.

Ayudó bastante el nuevo empleado y que tuviera que encargarse de enseñarle y supervisarlo. Además, algo en el tipo lo hacía estar alerta. Darío había sido muy insistente con la decisión de contratarlo, y ese era su principal problema. Su socio no solía ser así, y eso le decía mucho de sus verdaderas intenciones. Lo último que necesitaba eran líos de cama en el taller, suficiente trabajo tenía con cuidar las cuentas; seguía odiando los números, tanto o más que en sus épocas escolares. Desafortunadamente, Darío era muchísimo peor que él para eso, así que le tocaba hacerlo.

Los últimos meses habían sido como tratar de respirar a fondo con una camisa de fuerza bien apretada. Agradecía que la opresión estuviera disminuyendo. No era tonto ni ingenuo; más que a su propia voluntad de mejorar, le debía aquello a la güerita. Bastaba un saludo por mensaje de su parte para sentir que el día valía la pena; y se los había enviado casi todas las mañanas. Por ella descubrió que, si bien era un pobre diablo, era uno afortunado. No había otra explicación para que ese ángel le obsequiara su interés. Y de la forma que fuera, él estaba dispuesto a corresponderlo.

Gracias a ella supo que sus sospechas no andaban tan erradas como Olga y Lily le juraron. Dos noches después de haberla visto, recibió su llamada. Eduardo, el esposo de Lily, sí había estudiado dónde dijo, pero nunca se graduó. Y no solo eso, sino que fue expulsado por una grave falta a la integridad académica y por pelear con el profesor que lo reportó.

Según la güerita, fue un escándalo grande; varios de los empleados de la universidad lo recordaban. Incluso ella lo supo, sin conocer la identidad del responsable. La universidad había intentado ocultar la mayoría de la información al respecto.

—Yo sé que la pelea fue muy mala, pero lo otro: ¿también lo es? —le preguntó luego de escucharla, porque él se sentía tan perdido en esos temas que resultaba frustrante.

—Lo es. El plagio de trabajos académicos y tesis es común, pero también muy penado. Lo que sucede es que revisar tanto es complicado, y suelen pasarse muchas faltas. Con Eduardo no fue solo plagio, tenía toda una red de compraventa, incluía otras universidades. Primero le retiraron el derecho a estar en la graduación y otros beneficios como alumno. La pelea empeoró todo, aunque ninguno resultó lesionado; la sanción por agredir a un profesor es la expulsión completa.

—Y mi hija que lo defiende tanto. Un par de veces me pidió dinero. Nunca me lo regresó y no quise decirle a Lily para evitar problemas entre ellos.

—Usted lo hizo con la mejor intención. Además, cuando las personas están enamoradas, no suelen ver los defectos del otro.

—Uno se pone tonto. Como quisiera saber si está bien.

—¿No habla con ella?

—Nos peleamos antes de su boda y... No sé nada de su vida ahora.

—No soy la mejor para aconsejar, pero tal vez debería llamarla.

Hubiera querido confesarle que lo hizo, pero que no carecía de orgullo. Había dado el primer paso y necesitaba que Lily diera el siguiente.

Sin embargo, la noticia lo dejó helado. Eduardo estaba lejos de ser el hombre exitoso que deslumbró a Lily y que, a pesar de proclamarse como tal, hizo de todo por aportar lo mínimo a la boda. A él no le importaba ese dinero, ni el que le prestó. Con tal de ver a Lily feliz, era capaz de gastarse el último peso. No obstante, a la distancia, le molestaba cada vez más la actitud despreocupada del novio. Para él no era más que un mentiroso y un tramposo consumado. Solo esperaba que no mintiera con respecto a lo que dijo sentir por su hija.

La duda rondaba su cabeza a todas horas, por eso no se dio cuenta esa mañana del saludo que alguien le dirigió mientras abría el taller.

—Agustín.

El sonido claro de su nombre lo obligó a voltear. Rosaura estaba de pie, justo a su lado, tan cerca que se preguntó en qué momento había llegado.

—Hola. ¿Cómo estás? —dijo, por puro compromiso. Tenía pocas ganas de que algo o alguien tan tangible le recordara a Olga.

—Yo bien, pero tú andas bien distraído.

—Es por la chamba —explicó, con una mueca camino a ser sonrisa, en tanto quitaba los candados.

Rosaura se movió hacia atrás para dejarlo abrir el portón. Y se lo agradeció, quería empezar temprano. Lo malo fue que volvió a posicionarse junto a él en cuanto pudo.

—Pero sí a la chamba vienes llegando. ¿Fuiste a otro lado, o vas a salir pronto? —indagó.




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