Amores heridos

13

El pecho de Rosaura ardía al expandirse, como si el órgano palpitante dentro fuera a reventar. Las pulsaciones, disparadas, retumbaban en su cabeza.

Durante meses, se había esforzado el doble para demostrarle a Agustín que podía cuidarlo, que lo quería a su lado. Que él se fuera, indiferente, después de ese beso con el que ella dejó claros sus sentimientos, fue como caer en el infierno.

Llevaba tiempo preguntándose por qué los hombres se comportaban tan perros con las mujeres que los querían. Así lo hizo su esposo, al dejarla por otra mujer. Lo peor fue que sus dos hijos eligieron irse con su padre, sin importarles que ella los parió y soportó, sacrificándose por ellos a cada minuto del día. Reconocía que no fue la madre más amorosa ni paciente, pero le fue imposible con dos niños que salieron malos para la escuela y buenos para las maldades. Solía pensar que alguien la maldijo, porque era imposible venir al mundo con tanta mala suerte sobre los hombros. No obstante, pese al dinero que se gastó en limpias, no lograba repuntar.

Por eso odiaba a Olga.

En su casa y en la de su prima, y en la de sus abuelos y todos sus tíos, Olga era la mejor; la hija buena, lista y bonita, la que cualquiera podía querer. Fue el orgullo de la familia al entrar a estudiar abogacía, la primera en superar la preparatoria. En cambio, a ella ni la miraban. Tuvo la desgracia de nacer siete años después, bajo su sombra absoluta. Nunca recibió una palabra de aliento, solo comparaciones desfavorables a cada paso.

Pero Olga se equivocó; se embarazó poco antes de terminar la universidad, de un hombre que ni se casó con ella y terminó por abandonarla junto con su niña. Su desatino destruyó las expectativas familiares.

Si le tendió la mano entonces, fue solo para regocijarse de que por fin tuviera lo que merecía, pues se volvió la comidilla en cada reunión de sus parientes. Ni su madre quiso ayudarla con la niña para que se arrepintiera de haberse dejado preñar. El gusto le duró poco, porque de alguna manera, el destino siempre le sonreía a Olga, y conoció a Agustín. Ella todavía estaba con su esposo, por eso no le dio importancia. Además, no consideró a Agustín la gran cosa, un ayudante de mecánico del que su prima se aprovechó. Eso cambió cuando vio lo bien que la trataba y que, con el paso de los años, él progresó en su oficio.

Por fin tenía la oportunidad de ganarle en algo a su prima, y su mala estrella seguía poniéndole trabas. No podía verlo de otra forma; todo estaba en su contra. Miró a Ramón, con los ojos cargados de adversos sentimientos, y no pudo evitar culparlo.

—La regué Rosaura, perdón. —La disculpa del muchacho no ayudó a disminuir la presión que le atormentaba las sienes.

—¿Le dijiste? ¿Fuiste de chismoso con lo del otro día? —cuestionó, obligándose a apretar los dientes para no elevar la voz y evidenciar su enfado.

—No... por esta que no —juró él sobre la cruz que formó con sus dedos huesudos.

—Y esa mosca muerta, ¿volvió?

—No que yo sepa. No la he visto.

—Si la ves, a ella o a cualquier otra vieja cerca de Agustín, me dices —pidió, tras recuperar algo de control. Ramón afirmó con la cabeza—. Que no se te olvide.

Con el orgullo herido, tomó los recipientes de comida, cubiertos y complementos, y los metió en la bolsa de tela que usó para llevarlos. Se la colgó y salió de ahí. Afuera, alcanzó a ver a Agustín enviando mensajes por el celular, sonriente, como cuando estaba bien con Olga. Era por una mujer, estuvo segura. Necesitaba averiguar si era la misma que lo buscó antes o había alguien más.

En tanto caminaba a su casa, fue maquinando un plan. Y, poco antes de llegar, una idea cobró vida. Olga estaba en el trabajo, por lo que tenía libertad para hacer lo que quisiera. Sabía que, en algún lugar de la habitación que le alquilaba, su prima guardaba las llaves de la casa que había compartido con Agustín. Entró sin remordimientos al espacio ajeno y buscó en cada rincón. El orden y la limpieza que encontró ante ella le ayudaron en su cometido. Revolvió algunas pertenencias y encontró lo que buscaba en uno de los cajones del mueble para ropa.

Determinada, volvió a la calle y se dirigió a la casa de Agustín. A esa hora, la mayoría se encontraba en el trabajo, la escuela o en actividades del hogar, por lo que la calle desierta, le brindó el cobijo necesario para ingresar sin preocuparse por testigos. Al cerrar la puerta, recargó la espalda sobre la madera, con la respiración agitada debido a la adrenalina y al paso que apretó para llegar ahí rápido. Observó el entorno: se veía igual que la noche en que ayudó a Olga a sacar sus pertenencias y lo poco que quedaba de las de Lily; más descuidado y sucio, pero sin grandes cambios.

Fue de un lado a otro, evaluando cualquier detalle que delatara la presencia de otra mujer. Finalmente, irrumpió en la alcoba. Sus ojos recorrieron los muebles y se detuvieron en las dos mesas de noche. En una de ellas, encontró la pista que buscaba: un pequeño reloj en forma de camioneta. No lo reconoció, pero sí a la bolsa de regalo que estaba a su lado, burlándose de ella. Se acercó con pasos que no querían aceptar lo que veía ni lo que estaba a punto de hacer; en alguna parte de su adormecida consciencia, entendía que aquello no era correcto, pero ignoró la alarma moral.

Abajo del reloj, una tarjeta captó su interés y, una vez que la tomó para leerla, un acaloramiento se sumó al nudo en su estómago. No tuvo dudas: era ella, la mujer del obsequio debía ser la misma con la que Agustín se mensajeaba. A Rosaura le temblaron los labios de indignación. En un arranque, alcanzó el reloj y lo estrelló en el suelo, la camioneta se separó de la base y fue a parar debajo de la cama.




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