Amores heridos

17

Domingo. Hacía rato que el domingo no significaba un buen día para él. Años atrás, se había convertido en uno de sus días menos favoritos por razones que ni a Olga se atrevió a confesarle, a pesar de los veinte años que compartieron. Algo le dijo, pero no con la suficiente entereza para ser claro y abrirle el pecho. Ella también guardaba sus propios secretos; no quiso hablarle de lo que realmente sucedió con el padre de Lily. Solo sabía que se fue, dejándola sola con la responsabilidad de una niñita que no iba desarrollándose al mismo ritmo que los otros niños de su edad. De cualquier forma, prefería ignorar todo lo relacionado con ese tipo. Le daba tanta rabia que hubiera sido tan cobarde de abandonar a una niña tan bonita como su Lily, que conocer los detalles solo aumentaría el desprecio que le guardaba.

Pero ese domingo era distinto. Desayunaría con la güerita y la seguridad de que a ella le agradaba le confería un aire de renovación. Sería un buen día, no le cabía la menor duda. Una oleada de entusiasmo tomó posesión de su energía. Despertó temprano, antes de que el sol saliera. Ordenó la casa, había estado haciéndolo de a poco los días anteriores, pero decidió dar el remate. Nunca quedaría igual que cuando Olga la habitaba, pero la certeza de que no volvería, lo ayudó a sacudirse la idea de que todo estaba fuera de lugar sin su presencia.

En ese momento, lo único que lo fastidiaba era el reloj de la güerita, reparado de manera burda por sus manos. Había logrado encajar y unir con pegamento la camionetita a su base, pero una esquina se astilló debido a la caída, era un recordatorio de lo sucedido. Verlo roto lo hizo enfurecer. Olga le juró que no fue ella, y aunque en varias etapas de su relación se mostró celosa por una u otra cosa, nunca fue violenta ni actuó resentida, así que le creyó y apaciguó su sentir. Olga era de las que daban discursos, nada más, y sí que lo hizo enfurecer con varios, pero sus disgustos nunca escalaron. Finalmente, concluyó que él pudo dejar el reloj demasiado cerca de la orilla y que este había caído solo. Siguió molesto, pero con su propia torpeza.

Una vez que estuvo listo, y antes de salir de casa, envió un mensaje confirmándole a su ángel que iba en camino. El día anterior, mediante mensajes, le había dicho que llegaría alrededor de las nueve, así que era mejor saber si ya estaba despierta. De no ser así, prefería dejarla dormir.

«Buenos días, güerita. Ya voy para allá, pero no vayas a cocinar. Te invito».

Ella no tardó en responder.

«Hola. ¿Estás seguro? Puedo preparar algo aquí, en lo que llegas».

«No güerita, déjame sacarte hoy».

Acordaron que así sería y salió por la puerta, asegurándose de cerrar bien. En algún momento, transitando el infierno del abandono, pensó en cambiar las cerraduras. Se alegraba de no haberlo hecho, aquello sería dejar fuera a Lily; ella también se había llevado su juego de llaves. No podía, hubiera sido traicionarse todavía más a sí mismo: su casa seguía siendo la de su hija y siempre lo sería, así ella no quisiera regresar nunca. Apartó esos escenarios y decidió seguir la sugerencia de Olga, y esperar; si su madre había dicho que Lily quería solucionar el dolor entre ellos, lo creería. La esperanza de que eso ocurriera cobraba mayor fuerza con cada nuevo sol.

Al ir por la acera, rumbo a la princesa, alcanzó a ver a Rosaura. La mujer doblaba por la esquina y presintió que iba a buscarlo. Ella detuvo su andar al levantar la vista hacia él, sus ojos chocaron sin palabras ni gestos de por medio. Ambos se quedaron petrificados, la anterior simpatía que Agustín le guardaba yacía pisoteada por la desconfianza. Por primera vez sería maleducado, prefería serlo a dejar salir contra ella la indignación por sus mentiras y lo que provocaron. Apresuró sus pasos y subió a la camioneta, convencido de que aquel acto era suficiente para que ella comprendiera que con él no hallaría lo que andaba buscando. Por fortuna, también había cesado su costumbre de llevarle comida al taller y llamarlo. Los últimos mensajes que recibió de su parte los respondió por pura educación, apenas con un saludo corto, sin jalar los hilos de las conversaciones que ella intentaba iniciar.

Al principio, luego de que Olga lo abandonó, vio en el repentino interés de su prima la única forma de seguir en contacto con su esposa; que imbécil fue al no contemplar que ella no estaba ahí desinteresadamente. Solo quería olvidarse de su desatino y continuar con su vida; optó por creer que ella haría lo mismo. Pasó a su lado en la princesa y con la mirada al frente. Si ella le dedicó algún gesto, no lo supo. Pronto estuvo en la carretera, camino a la casa de la güerita, lo demás eran solo pequeños inconvenientes que pudo ignorar.

Al llegar, su ángel no lo dejó subir. Le pidió aguardar y en unos minutos, salió del edificio. Iba muy distinta, con pantalones de mezclilla, zapatillas deportivas y una blusa sencilla, el cabello suelto como a él le gustaba. Tan diferente a la primera vez que la vio que fue como si la estuviera conociendo de nuevo. Lo mejor era que sonreía, poco quedaba en su expresión de los ojos que lloraban sin derramar lágrimas.

—Lamento si te hice esperar mucho —saludó tras subir a la princesa y, en una costumbre familiar, acercó su rostro al suyo para dejarle un beso en los labios.

Aquel saludo tocó profundo en él, los tambores en su pecho lo hicieron corresponder tal afecto con una sonrisa triunfante.

—No fue nada, güerita.

—¿A dónde iremos? —indagó ella. A continuación, se acomodó en su lugar y se puso el cinturón, sin dejar de buscar sus ojos.




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