Amores heridos

18

Agustín la besó, besos con una duración infinita. Algunos eran dulces, mientras que en otros sus dientes chocaban por la premura del deseo. El sabor de él se quedó en su lengua y su aroma la envolvía por completo. Se detenían solo para sonreírse mutuamente, y cuando el aire se volvía necesario, inhalaban profundo, separándose apenas unos centímetros. Después, se abrazaron, comunicando mucho con pocas palabras. Agustín volvió a hablarle de su madre, de lo que siempre supo en el fondo, sin pruebas, pero sin dudas: solo la muerte podía evitar que regresara. Aunque muchos recuerdos se habían desvanecido, él aún conservaba las muestras de afecto materno, esas que tatúan con bondad el alma de un niño. El hecho de que siguiera anclado a ese sentimiento le reveló a Marcela cuánto necesitaba compartirlo.

“Nunca se lo he dicho a nadie”.

Ella sabía bien lo que podían pesar esas verdades que encarcelaban la mente y el corazón en prisiones inhóspitas de la psique.

Conmovida, se atrevió a besarlo de nuevo, y a deslizar sus dedos por los costados varoniles, adueñándose de su cintura hasta quedar sostenida contra su pecho, con el latir de su corazón en el oído. En algún momento, el silencio se volvió el único sonido, pero era tan pacífico y perfecto, que no quería moverse ni romper aquel encanto.

La anterior incertidumbre se desvaneció con la certeza de que él no le exigiría nada. Era la primera vez que sentía que estar con alguien iba más allá de lo físico.

—Güerita.

—Sí —articuló, en medio de un suspiro. De pronto, la inundó el deseo de seguir besándolo. Levantó el rostro y le atrapó con labios traviesos la barbilla, rasposa por la barba naciente.

El suave tacto los alentó a ambos. Él se estremeció de una manera que la provocó y la hizo frotar la piel de su mejilla contra las pequeñas espinas ásperas, que raspaban y seducían con cada roce.

—Debí rasurarme —observó, entrecerrando los ojos con deleite.

—Así está bien.

—¿Quieres ver una película? —preguntó, mientras ella volvía a caer sobre su boca con un beso tierno para separarse al instante y verlo de cerca.

—Me encanta ese plan.

—¿En el cine?

—Prefiero seguir aquí.

—Pues aquí sigamos.

Eligieron la primera película que apareció recomendada en Netflix, aunque ninguno prestó demasiada atención, y terminaron pausando la reproducción. Siguieron conversando y besándose, entre sonrisas y frases breves. Agustín también aprendió más sobre su vida: de sus padres, de lo inquisitivo que era él y lo cómplice que era ella. Le compartió cuánto amaba su profesión y su deseo de apoyar a la juventud, aunque no estuviera en el lugar más adecuado para hacerlo. En su pasado idealista, alguna vez soñó con dedicarse a la educación pública y dejar atrás el legado familiar. Sin embargo, los miedos la frenaron y terminó atrapada por la comodidad que le ofrecía el nombre de su padre.

Se arrepentía de eso, como lo hacía de tantas otras decisiones. Pero de estar ahí, con él, estaba segura de que nunca se arrepentiría, sin importar cómo resultara lo que empezaba a surgir entre ambos.

En esa atmósfera de confesiones, compartieron la comida y luego la cena. Cuando los últimos destellos del sol lánguido desaparecieron del cielo, Agustín la llevó de regreso a su apartamento y la acompañó hasta la puerta.

—¿Te veré mañana? —preguntó, sin importarle mostrar abiertamente sus deseos.

—Podemos vernos todos los días si quieres, güerita.

—Hagamos eso. Estoy libre después de las seis.

—Yo cierro el taller a las ocho.

—Y debes terminar muy cansado. No es justo que tengas que conducir hasta acá.

Ambos comprendieron que era difícil cuadrar los horarios y las distancias. Marcela bajó la vista, amilanada por los inconvenientes.

—El martes puedo salirme más temprano. Le voy a decir al Darío que cierre él. Te veo a las siete aquí. Cenamos juntos.

Así lo acordaron y se despidieron con un abrazo, seguido de un beso discreto.

Creyó que no había en el mundo algo que pudiera menoscabar la sensación de bienestar que dejó en ella el domingo junto a Agustín. Con la ilusión a flor de piel, se dispuso a dormir. Los lunes eran días de mucho trabajo, ir bien descansada era imprescindible para cumplir con las exigencias de su cargo. La mayoría podía alargar el desgane del domingo, pero no ella. Era el deber que implicaba dirigir gente, no podía permitirse procrastinar en el sitio de trabajo.

Entonces, el celular le indicó la llegada de un mensaje. Se apresuró a abrirlo, segura de que era Agustín. Lo primero que notó fue que se trataba de un número desconocido. Abrió el chat, intrigada, y lo escrito ahí disparó todas las alarmas.

«Si tanto quieres estar con Agustín, deberías ver esto. A ver si así entiendes que a él solo le interesa su familia. Lo tuyo es puro desquite».

A aquella sugerencia la acompañaba un enlace de tik tok. Dudó en abrirlo, el impulso de borrar el mensaje y bloquear a la persona desconocida que lo envió estuvo a punto de imponerse, pero, finalmente, abrió el vídeo.

Algún tipo de celebración cobró vida ante sus ojos. Bastaron pocos segundos para deducir que era una boda, lo supo por algunos cuadros. No obstante, el principal espectáculo, filmado por quienes llevaban al extremo la indiscreción, era un hombre en el escenario. Lo reconoció enseguida. A pesar de que parecía otro. La postura vacilante por lo que supuso eran los efectos del alcohol, nada guardaba de la entereza que tanto admiraba en él. La complexión también variaba un poco, con unos kilos de menos que para ella no implicaban gran diferencia. El Agustín del vídeo parecía destruido. Su mirada, aturdida, destilaba resentimiento en tanto emitía un discurso de puro dolor. La estocada llegó con los minutos finales. Entre las expresiones de asombro y burla de quienes grababan, Agustín y el padre biológico de su hija se trenzaron en una pelea que fue más un castigo para el hombre del que ya se sentía enamorada.




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