Marcela continuó absorta en la imagen de Agustín, aún después de que él se quedara dormido mientras hablaban, luego de la entrega íntima que le dejó palpitando la entrepierna y el corazón. En sus pupilas todavía sentía el fuego de su aliento y la humedad del sudor compartido en el cuerpo. La saliva de él, impregnada en sus papilas gustativas, representaba un recuerdo que saboreaba con amor.
Con los párpados cerrados, pudo notar mejor la firmeza que iban perdiendo algunas diminutas partes del rostro masculino. También puso atención en la cruz de vello oscuro en su pecho, el mismo que cubría sus brazos y piernas, cuya línea central bajaba hasta el ombligo y volvía a extenderse en su abdomen, envolviendo su virilidad. Exploró de igual forma la porción de grasa ligeramente acumulada alrededor de su cintura y los diferentes tonos de su piel, bronceada en brazos y rostro, y más clara en el torso.
Le encantaba cada porción de la anatomía de ese hombre, y era con quien deseaba compartir amaneceres y anocheceres.
La noche comenzaba a enfriar, y cuando él empezó a respirar tan profundamente que un suave ronquido llegó hasta su oído, supo que no despertaría hasta la mañana siguiente. Ella, por el contrario, no se sentía capaz de abrazar el sueño. Para intentar despejarse, se levantó con cuidado y se puso parte de su ropa. Encontró una manta a los pies de la cama y, con delicadeza, lo cubrió. No quería irse, y no quiso quebrarse la cabeza en evaluar si era apropiado quedarse. Se volvió a acostar en la cama, boca arriba, repasando con la mirada cada grieta y variación en el color blanco del techo.
Ignoraba si fue por descuido, ignorancia o irresponsabilidad, esperaba que no fuera lo último, pero Agustín no había usado protección. Tal vez si se lo hubiera pedido, él se habría frenado. No lo hizo por conveniencia. Aquello servía a su propósito; uno muy personal. Eran los días adecuados, por lo que la probabilidad era alta. Se sintió egoísta, e incluso estafadora, por ni siquiera mencionarlo antes e indagar los sentimientos de él al respecto. Por lo que conocía de sus muchas pláticas, adoraba a su hija. No le cabía la menor duda de que sería un excelente padre, pero ¿estaba dispuesto a serlo de nuevo? Y lo más importante: ¿Estaba dispuesto a serlo con ella como madre de su hijo?
Acarició su vientre e imaginó que dentro se gestaba la vida. No tenía miedo, al contrario. Con Agustín o sola, era capaz de hacerse cargo de las consecuencias. Lo que la atormentaba era la idea de estarse robando algo de él sin haberlo hecho partícipe. No se suponía que así funcionara la confianza, no en su sistema de valores. Pensamientos más catastróficos hicieron su aparición: ¿Si su enfado era tal que la rechazaba? ¿Y si la odiaba por usarlo? No era así, pero podía malinterpretarla si en unas semanas ella llegaba con el anuncio de un embarazo.
Optó por irse a su casa para sosegar la ansiedad. Sin embargo, antes de que pudiera levantarse otra vez para cumplirlo, Agustín medio abrió los ojos y le tomó la mano.
—Quédate a dormir, güerita. No te vayas a ir tan tarde.
Enternecida, se colocó de lado para verlo mejor. Más dormido que despierto, continuaba sujetándola con firme delicadeza; aguardando su respuesta.
—¿Estás seguro?
Él asintió sin abrir la boca y volvió a caer en un sueño profundo. Por esa noche no había mucho qué hacer, así que intentó seguirlo.
Despertó con la claridad de la mañana y se encontró sola en la cama. No supo a qué hora se quedó dormida, pero se le dificultaba abrir los ojos y no dudó que hubiera sido casi al amanecer. En su estado, apenas pudo percibir que Agustín llegó y se sentó en el borde, a su lado. Él ya estaba preparado para el nuevo día. Le acarició el hombro y depositó un beso en su frente.
—Buenos días, güerita.
—Hola. —Sonrió, al visualizarlo más como un sueño que como una realidad palpable a pesar de su caricia.
—Me tengo que ir al taller, pero quédate a dormir lo que quieras.
El anuncio la alertó. Parpadeó varias veces, buscando desperezarse y se llevó la mano a la cabeza, sintiéndola pesada.
—Yo también debería irme —dijo. A continuación, se sentó, frotó los ojos y acomodó con dedos ciegos el cabello que, imaginaba, debía ser un desastre.
Agustín no dejaba de mirarla, no era que no estuviera acostumbrada. Le gustaba tener sus ojos encima, dedicándole admiración, pero había algo distinto. No alcanzaba a definirlo, por más que la colmara de placenteras sensaciones. Además, la inquietaba, al ser el recordatorio de su deshonestidad.
—Puedes quedarte hasta que vuelva. Hoy salgo temprano.
—No sé si pueda, debo... —Bajó el rostro—. Debo ir a cambiarme y... a hacer algunos pendientes que tengo en casa.
—¿Puedo ir a verte en la tarde?
Él buscaba una confirmación; no pudo seguir negándosela y se abrazó a su cuello.
—Me encantaría —le dijo, tras separarse y besarlo—. Gracias.
—¿Qué agradeces? Soy yo el que debería hacerlo.
Su mirada se quedó fija en él.
—¿No estás decepcionado? —A pesar de ser una pregunta fuera de lugar, necesitaba saberlo.
Él frunció el entrecejo, extrañado.
—¿Decepcionado?