Amores heridos

22

Mientras inspeccionaba unas líneas de freno, acostado sobre un cartón en el suelo caliente y terregoso, boca arriba y con la mitad del torso junto con los brazos bajo un vehículo, era imposible que Agustín se diera cuenta de la inesperada visita a su taller. El ambiente sofocante lo tenía sudando, pero él seguía concentrado. Fue Ramón quien, con un par de golpes de la punta del pie en su muslo, logró llamar su atención.

—¡¿Qué quieres, güey?! —cuestionó, molesto, desde su posición.

El joven se acuclilló, para asegurarse de ser escuchado.

—Te buscan.

—Hola, Ramón.

Reconocer la voz de mujer, logró que Agustín soltara un bufido de exasperación, y se tomara unos segundos para salir del escondite que le brindaban los fierros sobre él.

—¿Qué onda, Rosaura? —Ramón volvió a ponerse de pie para devolver el saludo a la recién llegada—. Que milagro que te dejas ver.

—Tuve cosas que hacer —explicó, viendo de reojo el cuerpo del otro hombre a un metro de sus pies.

Agustín conectó con los ojos felinos sobre él en tanto se deslizaba hacia abajo para salir y sentarse.

—Hola, Agustín.

Él respondió con un asentimiento de cabeza y dio un medio giro, hincándose en la rodilla para finalmente, levantarse.

—¿Tienes chance de hablar? —agregó ella.

—Estoy ocupado.

—Será rápido.

—Mejor no.

Ramón hizo por alejarse para darles privacidad, pero se paró al instante con su siguiente instrucción.

—Espérate, que todavía no acabamos aquí.

Incómodo, el muchacho se mantuvo callado, desviando la mirada para no sumar a la burbuja de aire denso creciendo entre la mujer y el hombre.

Agustín tampoco miraba a Rosaura, no directamente, sino paseando la vista por el entorno. Si algo aborrecía era que la gente mintiera sin la mínima consideración. En su mente, contaba las veces que Rosaura había alimentado su decepción por el abandono de Olga, llenándole el corazón de veneno. La cuenta salía en números rojos tanto en el caso de la mujer como en el de él, por no darse cuenta. Cada pensamiento horrible que le dedicó a la esposa con la que compartió veinte años de respeto y cariño no era motivo de orgullo, sino todo lo contrario. Menos aun cuando se trataba de la madre de su Lily, y para él, lo que sentía por esa joven era algo sagrado y extensivo a todo lo que ella amaba.

—¿Ya no me vas a hablar? ¿De verdad... Agustín? Ni que yo fuera la que te...

—Me echaste mentiras.

—¿Cuáles? ¿Quién te dijo eso? —chilló, angustiada.

—Vete, ya te dije que tengo mucha chamba.

Sin aguardar su reacción, volvió a sentarse y a acostarse en el suelo. Un segundo después estaba nuevamente bajo el vehículo.

A Rosaura le subieron mil colores al rostro; la humillación y la rabia se entremezclaron con la decepción. Estos sentimientos emergieron con su respiración caliente, formando un caldo que auguraba catástrofe. Había creído que encontraría a Agustín sufriendo un nuevo abandono. Según esa idea, aquella era su oportunidad de reaparecer como la única mujer que realmente se preocupaba por él. Pero, en lugar de la escena que había tejido en su cabeza, impulsada por sus anhelos, se encontró con un hombre reacio a siquiera escucharla. Casi pudo olfatear el desprecio en sus palabras, y eso le rompió el corazón... otra vez.

Aprovechó que el volvió bajo el vehículo, e hizo a Ramón una seña para que la siguiera hasta el portón. El muchacho negó con la cabeza, señalando a Agustín con ojos de cachorro asustado. Los otros dos ayudantes la observaron con curiosidad, sin embargo, no tardaron en regresar a sus labores. Por fortuna, Darío no estaba por ningún lado; el hombre nunca le había simpatizado. Lo consideraba un entrometido y, desde que supo de su homosexualidad, supuso que, de haber podido, se habría metido con Agustín.

Sin otros obstáculos, insistió a Ramón con una mueca que no daba espacio a negociación, hasta convencerlo de aproximarse con el mayor tiento posible para no alertar a Agustín de su desobediencia.

—¿Ya no ha venido la tipa esa? —indagó, con voz baja.

Ramón se inclinó un poco para lograr escucharla.

—¿Cuál?

—Pues la mosca muerta. La güera que le trajo el regalo a Agustín.

Él negó, sacudiendo la cabeza. Sin lograr convencerse, lo tomó de la manga de la playera y lo jaló un poco más lejos.

—¿Seguro?

—Sí, te lo juro —murmuró.

—Pero Agustín anda con ella ¿no?

El muchacho bajó la vista, otorgándole la cruel confirmación.

—¿Desde cuándo?

Un encogimiento de hombros la obligó a desistir, de Ramón no obtendría más información. Lo dejó regresar al trabajo, repartiéndole los mismos silenciosos improperios que le dedicó a la rubia y al mismo Agustín. A su suerte, que no dejaba de jugarle en contra, como si estuviera ensañada. Necesitaba saber más: ¿En qué momento esa desconocida llegó a arruinar sus planes? ¿Por qué una mujer como esa estaba tan interesada en Agustín? Con seguridad no le faltaban hombres de su nivel como para andar jugando con los sentimientos de alguien como él. Todavía más importante, le pareció aclarar a qué mentiras se refería Agustín. Entonces recordó que Olga y él se habían visto.




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