La sensación que impedía obedecer al cansancio mental o al agotamiento físico era una vieja conocida para Olga. Llegó a su vida junto con el anuncio de su embarazo: el consecuente temor de perder a su hija en el vientre, las peleas y la lejanía de Carlos. Luego, se intensificó con cada padecimiento infantil de su pequeña. Si algo le dolía, si la fiebre amenazaba su salud o si alguien la hacía sufrir, Olga se quedaba a su lado hasta que se durmiera, trenzadas en un abrazo infinito. Así, Lily lograba conciliar el sueño. Ella, en cambio, no podía; permanecía en un estado de vigilia, cerraba los ojos e intentaba absorber el reposo que el colchón brindaba a su cuerpo tendido. Pero no dormía, siempre dispuesta a consolarla si, como solía hacer, su hija despertaba alterada en la madrugada.
Agustín cuidaba a Lily de día cuando se lo permitía el trabajo y ella necesitaba un respiro, pero la noche era su terreno: se volvía una especie de guardiana del descanso de su familia. Pese a tan arduo entrenamiento, nada la preparó para la angustia que la golpeó al salir de la casa de Carlos. Se encontró sin saber a dónde ir o qué hacer hasta el siguiente día. Revisó su celular, ninguno de los parientes de Eduardo con los que se comunicó respondió a sus súplicas. En tales condiciones, era imposible que esa noche descansara. El impulso de salir corriendo, de recorrer la ciudad entera, quemaba sus pies y su corazón. Solo una persona comprendería su pesar y lo compartiría.
Lo llamó desde las inmediaciones de aquel fraccionamiento dónde acudió en un acto desesperado e imprudente. Él tardó en responder varios timbres, aumentando su desesperanza.
—¿Qué pasó? —La voz masculina que tantas veces arropó sus noches, se había vuelto fría. Lo comprendía: ella ya no era su mujer.
—¿Estás ocupado?
—No, ya cerré el taller. Voy para la casa.
—¿Puedes... venir por mí? Necesito hablar contigo. Sobre Lily: algo le sucedió —se lo dijo sin previo aviso, pensando que no había manera correcta de comunicar una noticia así.
De inmediato, Agustín supo que era algo muy malo. Olga estuvo segura por la forma en que su respiración, del otro lado de la línea, se descompuso.
—Me dijiste que estaba bien —reclamó, exponiendo la mentira. Si se trataba de Lily, ambos mantenían esa conexión que tantos años atrás los unió.
—Creí que lo estaba.
—¿Creíste? ¡Por una chingada, Olga! Voy a su casa.
Tomó un par de amplias bocanadas. Aborrecía pelear, que le levantaran la voz. Era una de las razones por las que estaba segura de no querer vivir en pareja otra vez. A pesar de lo bueno de Agustín, al alterarse actuaba igual que Carlos. O se lo recordaba, sin importar que fueran diferentes hombres y muy contrarios.
—No, ella ya no vive ahí.
—¡¿Cómo que no vive ahí?! Dame la nueva dirección.
—No la sé —confesó, entre sollozos, que pronto se convirtieron en llanto al revelar lo siguiente—. No sé dónde está y no me responde desde ayer. No sé qué hacer —reveló, implorando por su ayuda.
—¿Dónde estás? Voy por ti, mándame tu ubicación.
Ella obedeció y no tuvo que esperar mucho para ver aparecer la camioneta. Se subió apenas el vehículo orilló. Los minutos que él tardó en llegar le dieron oportunidad de dejar fluir el llanto y recomponerse.
—Lamento molestarte, pero no tengo a quién más acudir.
—Me hubieras hablado antes, ¿cuánto hace que no la ves? —indagó él, con escasa paciencia y arrancando sin saber a dónde.
—Desde hace mucho, pero habíamos estado hablando por teléfono y mensajes. Solo que el que le envié hoy no me lo ha respondido, y ya han pasado un montón de horas.
—¿Y apenas me lo dices?
—No quería preocuparte sin motivo. Yo no me preocupé tanto hasta que fui a su trabajo y a su casa. Ella ya no trabaja ni vive ahí. —Las lágrimas que logró contener, cayeron otra vez, empapando sus mejillas.
—Ya no llores, vamos a buscarla. ¿No te acuerdas dónde vive la mamá de Eduardo?
Negó, sacudiendo la cabeza.
—No bien, no creo poder llegar a la casa.
—Vamos. Igual si te acercó das con ella. ¿En qué colonia es?
Estuvo de acuerdo y se lo dijo. Un silencio enloquecedor se apoderó del espacio tras sus palabras, roto únicamente por las instrucciones, puntuales y esporádicas, que le daba para intentar llegar a su objetivo. Nunca vio esa seriedad en Agustín, era incluso más cruda que la mostrada cuando Lily le anunció que sería Carlos quien la acompañaría al altar. Sus facciones, por completo ensombrecidas, le daban la sensación de estar contemplando una noche infinita.
—Gracias por venir —le nació decir para disipar la creciente tensión, en tanto señalaba con su mano para que diera vuelta a la derecha en una esquina—. Aquí, da vuelta aquí.
—También es mi hija. Y la quiero. Haría lo que fuera por ella.
—Lo sé.
—Entonces me hubieras hablado luego luego. No te vuelvas a callar las cosas ni a echarme mentiras.
Ella moqueó, sintiéndose ruin y culpable, por acudir a él otra vez, por no poder resolverlo sola. Estuvieron circulando una hora entera, dando vueltas y vueltas; terminando en las avenidas para regresar a las calles pequeñas en busca de la casa de la familia de Eduardo. Por desgracia, aquella era una colonia enorme, cuyas calles parecían cerrarse en círculos infinitos, llenos de subidas y bajadas de calle pronunciadas. A esa altura, sentía que perdería la cordura de seguir igual. Pensó que lo mejor era bajar e intentar hacerlo a pie.