Marcela salió del hospital con el pecho anudado y un ardor en los ojos. Expulsó muy lento el aire en sus pulmones para mantener una postura apacible al exterior, aunque por dentro la realidad fuera otra. A continuación, se encaminó hacia su vehículo. La ausencia de luz de día y su propia soledad la hicieron apretar el paso. Tal premura también era reflejo del manojo de sentimientos que tambaleaba su seguridad junto a la certeza del amor de Agustín.
Muchas veces a lo largo de su vida se había sentido poco asertiva, pero era distinto, mucho más abrumador que cualquiera de sus otras equivocaciones. Lo atribuyó al agotamiento de la hora, a su embarazo o a lo maravilloso de su actual relación. El final de sus otras relaciones fue liberador, algo necesario por más que hubiera dolido en su momento. Por el contrario, imaginar perder lo que había construido con su amable mecánico la hería demasiado hondo. Con Agustín estaba segura de que un desenlace sería dolorosamente diferente. Y verlo ahí, tan cercano a la que todavía era su esposa, al menos hasta que firmaran el divorcio, sembró escenarios inciertos en su mente.
El corazón le latía a un ritmo frenético, exigiéndole validar sus emociones. Sin embargo, su mente razonable no dejaba de acribillarla con argumentos diseñados para empequeñecer esa sensación de ser desplazada. Aquello no tenía sentido: él le había repetido muchas veces que deseaba estar a su lado. Siendo un hombre íntegro, eso debía bastarle. Se lo repitió una y otra vez mientras caminaba hacia su auto, tratando de convencerse de que lo visto era solo producto de un lazo irrompible: una hija en desgracia que unía a dos personas que habían dejado de ser pareja por decisión propia, mucho antes de que ella entrara en la vida de Agustín. Subió al auto y se puso en marcha, deseando llegar cuanto antes al espacio seguro de su apartamento. Quería olvidarse de todo por un rato y esperar a que Agustín la llamara. Comprendió que eso era lo que debió haber hecho desde un principio; había sido una imprudencia ir.
Tras conducir, logró relajarse y apaciguar el torbellino de ideas, en su mayoría infundadas, que pugnaban con la lógica y hacían volar sus peores predicciones. Determinó que solo había una persona por la que necesitaba preocuparse: el pequeñito que crecía dentro de ella. Todo lo demás no importaba, incluso en el peor escenario. Aun si Agustín, en algún punto, decidía irse, ella tenía lo que tanto había deseado. Sacudió la cabeza, como negándose a sí misma. No era suficiente: lo quería a él, a su lado, compartiendo la alegría de su embarazo, acompañándola en cada cita médica, eligiendo juntos todo lo que su bebé necesitaría.
Se acusó de ser demasiado ambiciosa.
En su casa dio rienda suelta al sentimiento y no pudo evitar lagrimear un poco. Cuando ya no quedaba nada más por hacer, excepto dormir, su celular recibió la llamada que había estado anhelando.
—Hola, mi vida —respondió, sin levantar la cabeza de la almohada. Tan desganada que el saludo fue un susurro.
—¿Estás bien, güerita?
—Sí.
—Te oyes diferente.
—Creo que me estoy resfriando. Con descansar me sentiré mejor —mintió, si decía la verdad se soltaría llorando.
Y él no necesitaba que se derrumbara; ninguno lo necesitaba.
Del otro lado, escuchó algunas voces y sonidos externos que identificó como los del hospital. No le sorprendió que siguiera ahí, tampoco lo que dijo:
—Entonces duerme, mi ángel. Sé que te prometí ir a dormir contigo, pero no quiero moverme de aquí esta noche. A ver si vuelve el policía. O por si se asoma ese hijo de la chingada. No quiero que encuentre sola a Lily.
Lo último lo dijo escupiendo una rabia profunda, que hervía con impotencia. Marcela se desarmó; no era capaz de seguir lamentándose por sí misma cuando él estaba pasando por una situación tan penosa.
—¿Su mamá no está ahí?
—Le dije que se fuera a descansar, de todos modos, no nos van a dejar verla hasta mañana. No quería, pero al final me hizo caso.
No pudo evitar sentirse invadida por un cierto alivio, aunque se sintió miserable por ello. Luego, pensando en su arrebato, se lamentó: él estaba solo; debió haberse quedado en el hospital en vez de salir corriendo.
«Tonta» Se dijo, con dureza.
—¿Y tú cómo estás? ¿Quieres contarme qué sucedió?
—Estoy que me lleva la chingada. Lily estaba embarazada. Perdió a su bebé.
—¡Eso es terrible! —exclamó. Sus pensamientos fueron a dar a su propio hijo, pequeño y vulnerable.
—El doctor dice que le faltaba poco para nacer, que si hubiera llegado vivo al hospital tal vez lo salvaban. Fue culpa de ese, por no cuidarla. Ni comía bien. Te lo juro, mi ángel, es la primera vez que tengo tantas ganas de reventar a alguien.
Se preocupó. Por él y por ella, por su bebé.
—Deja que la justicia se encargue. Tu hija te necesita. No vale la pena meterte en problemas por alguien tan detestable.
—¿Justicia? —cuestionó, la desesperanza en su tono no pasó desapercibida por Marcela—. Ni cuando alguien se muere hacen algo, ¿a poco crees que les va a importar un bebecito que ni había nacido? ¿O qué mi hija casi se muera de hambre y de la infección que le provocó este perro por no atenderla a tiempo? No. A esos no les importa nada.