Amores heridos

30

Marcela condujo rumbo al taller mecánico en completo silencio, con Sandra en el asiento del copiloto. La abogada, extrañamente callada, le permitió hundirse en sus pensamientos. Dudaba que enfrentarse a quien había estado publicando las calumnias fuera lo mejor; desde su perspectiva, lo adecuado era ignorar los ataques hasta que se detuvieran. No los consideraba tan perjudiciales como su padre aseguraba, y tenía la certeza de que hacía un buen trabajo como directora, al menos lo bastante eficiente para que los padres de familia y el personal del colegio no tuvieran quejas basadas en las palabras de alguien sin rostro, que lanzaba veneno desde detrás de una pantalla o un dispositivo móvil.

Por desgracia, aquello la había alcanzado de la peor manera, con un Gregorio dispuesto a cobrarle a ella las acciones de otros.

Lo que más la preocupaba era que Agustín se enterara. Con su hija todavía en el hospital y sin una recuperación clara, él enfrentaba problemas mayores. No quería sumarle otro. Por eso, antes de partir, le envió un mensaje para asegurarse de que no estuviera en el taller. Por fortuna, no se encontraba ahí, aunque debía ser rápida para no propiciar un encuentro.

Al llegar, estacionó en una esquina, lejos de la entrada.

—Ahí es —informó a su acompañante, señalando el portón.

Con curiosidad, Sandra exploró lo que se veía del negocio, e hizo lo mismo con los alrededores, luego sonrió.

—Vaya, sí que han cambiado tus gustos.

—Dijiste que quieres ayudarme, no criticarme —le reprochó.

—Es que no puedo dejar de notarlo. Hasta donde recuerdo te gustan los hombres más sofisticados.

Su tono enfureció a Marcela.

—Él es un buen hombre.

—¿Y desde cuándo eso basta? A tus padres no les bastara.

—No es su vida sino la mía. Ni tú ni ellos lo conocen, no hables a la ligera —exigió, con una convicción profunda.

Que Sandra juzgara a Agustín sin haberlo visto, únicamente por su oficio, le resultaba insoportable e irritante. Se preguntó si alguna vez había sido igual. Por desgracia, Cristóbal y el propio Humberto lo confirmaban. En ellos, más que su personalidad y valores, la cautivaron el estatus y su amabilidad superficial; había sido el motivo de tanta decepción. Descubrirlo de esa manera la asqueó y contribuyó a intensificar las náuseas que atosigaban sus entrañas desde el enfrentamiento con Gregorio.

La expresión de la abogada cambió de pronto a una que Marcela no supo interpretar. Sonrió, le pareció que complacida, y la miró directo en tanto se desabrochaba el cinturón de seguridad.

—¿A quién buscamos?

—Se llama Ramón.

Sandra abrió la puerta y antes de que ella la imitara, la frenó con una seña.

—Espera, por lo que me dijiste y veo: no quieres que tu novio sepa que estuviste aquí. Voy sola por el muchacho.

Pasmada, observó a la abogada salir del vehículo y dirigirse al taller con un contoneo de caderas seductor y elegante. No esperaba su disposición para ayudarla aceptando sus condiciones; era la primera vez que no presentaba objeciones a lo que ella propusiera o pensara. Al poco rato, volvió con Ramón siguiendo sus pasos. El muchacho se asombró al reconocer su auto y a ella a través del parabrisas, aun así, subió a la parte de atrás como se lo pidió la abogada. Sandra también volvió a abordar en su lugar.

—Hola Ramón —saludó Marcela, girándose en su asiento para encararlo.

—Hola —respondió él. Sus ojos de cervatillo asustado lograron enternecerla, lo mismo que mantuviera las manos sobre sus rodillas y se inclinara hacia adelante, doblándose ligeramente y empequeñeciéndose—. ¿Busca a Agustín? Avisó que al ratito viene.

—No, vine por ti. Disculpa que te interrumpa en tu trabajo.

—Sin problema —aseguró, viendo a la mujer desconocida de un vistazo, y volviendo a ella de inmediato.

—Quiero hacerte una pregunta, pero no quiero que Agustín sepa que estuve aquí o lo que voy a preguntarte, ¿sí? ¿Me puedes hacer ese favor? —Lo vio asentir y prosiguió—. ¿Recuerdas cuando vine a dejarle a Agustín un regalo? Había una mujer, ¿puedes decirme quién es y dónde encontrarla? Necesito hablar con ella.

Él dudó, cabizbajo.

—Ramón —lo nombró para llamar su atención, al notarlo meditabundo en exceso—. Alguien ha estado publicando esto —dijo, extendiéndole las impresiones.

Él las tomó, con la misma vacilación. No obstante, al verlas y leer su contenido, algo cambió en su expresión, volviéndola ansiosa.

—No me gusta pensar mal de nadie—siguió explicando Marcela—, pero la única persona que se me ocurre que puede ser la autora es ella. Si crees que no es capaz, entonces no me digas lo que te pido. Si lo es, tú eres el único que puede ayudarme a que esto se detenga. Me está perjudicando bastante: podría perder mi empleo.

Ramón siguió sin estar seguro, sin embargo, lo último encendió sus alarmas. Finalmente, suspiró y abrió la boca, dispuesto a hablar.

—Es prima de Olga, la mamá de Lily.

«La esposa de Agustín», completó Marcela, poniendo énfasis en la cercanía de la mujer; de alguna forma, eran familiares. ¿Y si ella era importante? No pudo evitar contemplar la posibilidad, por más que él nunca la hubiera mencionado. Llevaban poco tiempo juntos y aún había mucho que necesitaba conocer de su vida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.