Amores heridos

31

Una línea de luz fue dibujándose entre los párpados de Marcela. Desorientada y con la boca seca, se dio cuenta de que su propio latido la ensordecía. Lo último que recordaba era estar de pie, a un lado de su vehículo, luego de observar el reclamo de Agustín a la mujer llamada Rosaura. No obstante, en lugar de la anterior escena, se encontró entre los brazos de su amable mecánico que, hincado sobre una rodilla, la llamaba y sacudía con delicadeza. Lo miró y después a su alrededor, la visión era la del cielo y, bajo su cuerpo, el suelo duro de la acera la hizo comprender lo sucedido.

—Güerita —exclamó Agustín, suplicante, al notar que abría los ojos. Enseguida se dirigió a Sandra—. ¡Ábrame la puerta! —le pidió, viendo la camioneta.

La abogada lo obedeció y él la levantó, acunándola entre sus brazos, como si de una pluma se tratara. Para fortuna de ambos, logró sostenerse del cuerpo masculino con la fuerza que retornaba a cuentagotas a sus extremidades. Con extremo cuidado, él la sentó en el lugar del copiloto, abrió la ventanilla y cerró la puerta. Por su parte, Sandra se acercó y le entregó su bolsa y celular.

—Yo me encargo de tu auto—le aseguró, con la voz trémula que deja una genuina preocupación. O al menos eso le pareció a Marcela, en el epicentro de su vulnerabilidad—. ¿A dónde la va a llevar? —preguntó la abogada, dirigiéndose a Agustín.

—Al hospital —informó él, abordando del lado del conductor.

Antes de arrancar el motor, le colocó el cinturón de seguridad a su pasajera e hizo lo mismo con el suyo.

—Vaya con cuidado. Tenga, le dejo mi tarjeta. Por favor: avíseme cualquier cosa. —Sandra le extendió el pequeño pedazo de papel impreso.

Él lo tomó y asintió. A continuación, puso en marcha a la Princesa.

—No es necesario. No me lleves al hospital —logró articular Marcela, con los estragos del desmayo todavía encima.

—¿Cómo no, mi ángel? No estás bien, deja que te revise un doctor.

—No, por favor. Vamos a mi departamento. O a tu casa que está más cerca. Solo necesito un vaso de agua. Ya estoy bien. —Sonrió, para hacer más creíble su afirmación.

Con el entrecejo fruncido, Agustín la examinó de un rápido vistazo. Controló el volante con una sola mano y con la otra le acarició la mejilla, sosteniéndole el rostro contra su palma.

—Pero te desmayaste y estás muy caliente.

—Estoy bien, te lo juro. Es normal.

—Qué normal va a ser, güerita. ¿Y si estás enferma?

Suspiró, reflexionando en si había llegado la hora de darle la gran noticia que pensó compartirle en un ambiente relajado e íntimo, en lugar de rodeados de tráfico y angustia. Contempló hacerlo tras una deliciosa cena, a la luz de las velas. Con una cajita sorpresa en cuyo interior hubiera un detalle significativo y que no dejara espacio a la interpretación; quizás unos diminutos zapatos blancos tejidos por ella misma, junto a la prueba de embarazo positiva que guardaba celosamente, y un pequeño cartel que dijera:

«Me alegro de que vayas a ser mi papá, mamá eligió muy bien».

Había estado buscando ese tipo de rituales en internet. Sin embargo, comenzaba a comprender que no todo podía ser minuciosamente planeado. A veces necesitaba improvisar y actuar sin pensar cada acción, después de todo, las mejores experiencias son un golpe de suerte, un toque de prudencia y mucha buena actitud; un saber interpretar las señales y mantener la disposición a alegrarse.

—Es normal en mi estado... —murmuró, medio indecisa.

—¿Cómo? —indagó él, inclinando ligeramente la cabeza en su dirección, sin apartar demasiado la mirada de la avenida.

Unos metros más adelante, el semáforo en rojo le dio la oportunidad de detenerse y tomó la mano de ella para besarla. El gesto causó en Marcela un delicioso cosquilleo, se le antojó de lo más tierno.

—Que a las mujeres embarazadas puede pasarles. Al menos, eso fue lo que investigué.

—¿Embarazadas? Pero...mi ángel. —Agustín la miraba boquiabierto, como si no la hubiera escuchado bien y buscara la aclaración... o simplemente no pudiera creerlo—. ¿Tan pronto?

El semáforo cambió a verde, ocasionando que el sonido molesto de la bocina del automóvil detrás de la Princesa, lo hiciera reaccionar. Apurado, movió la palanca de velocidad y pisó el acelerador. Avanzaron en medio del sobresalto.

Marcela suspiró, recordando lo que platicaron en días anteriores.

—Sé que no es el mejor momento para decirlo. Con Lily en el hospital, y con su bebé... Mañana es el funeral y ella no podrá ir—. Agustín le había dicho que sería una ceremonia privada, apenas una misa para el pequeño ser al que le faltaron escasas semanas para el nacimiento. Olga se había encargado de los preparativos y él la acompañaría. Su familia era reducida, así que no había a quien avisar—. Eso me da mucha tristeza. No puedo ni imaginar lo terrible que debe ser. Y para ustedes que son sus padres, tampoco debe ser fácil... Por eso quería esperar. Ir primero con la ginecóloga, que compruebe en el ultrasonido que todo está bien. A mí edad: todo puede pasar.

Marcela sorbió un hilo de aire, sin razonar lo que emitían sus labios. Fue un desahogo cargado de pensamientos reprimidos, declaraciones mentales que conectaron directamente con su lengua; dudas que había guardado y regurgitado tantas veces que ahora pesaban como una carga imposible de ignorar. Prosiguió, cabizbaja para evitar mirarlo y enterarse de su reacción, pues estaba por completo hundida en sí misma:




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