El domicilio que le dio el policía, lejos de llevarlo a un hogar habitable, lo hizo terminar frente a una obra negra; apenas un techo y muros donde resguardarse, sin ningún otro tipo de comodidad. Era un agujero, una casucha en una colonia de calles tiradas al olvido. No sabía cuánto tiempo había estado ahí Lily, pero, así hubiera sido solo un día, para él era imperdonable. No encontrar al culpable y escuchar al representante de la ley decir que probablemente había escapado y que no sería fácil dar con él, aun con una denuncia de por medio, comenzó a inflar sus pulmones con el viciado aire de la rabia.
Al ingresar a la propiedad, por la fuerza —pues no había otro modo—, se encontró con un escenario de abandono y negligencia, un espacio lúgubre y plagado de desperdicios donde su hija estuvo recluida. No conocía los detalles, pero necesitaba saberlos. Quería entender cómo esa niña, a quien cuidó tanto, terminó ahí.
Tal vez así, su imaginación dejaría de arder.
Antes había sentido ese fuego en el pecho, nacido de la faceta más oscura del ser humano: asfixiante y destructivo, una fuerza capaz de apagar la razón si no se dominaba. Pero era distinto a cualquier otra ocasión. La intensidad superaba su capacidad de contenerse, al punto de percibir el mundo de otro color. Todo a partir de ese momento fue brumoso, debió aletargarse emocionalmente para no cometer una imprudencia. Su único consuelo fue recuperar las pertenencias de Lily, la mayor evidencia de que la pesadilla era real.
Durante el trayecto de regreso, sus labios permanecieron sellados. Primero dejó a Ramón en su hogar. No supo si le agradeció, pero lo estaba; ese muchacho leal había sabido ganarse su respeto. Todavía aturdido, se fue a su casa. Bajó una a una las cajas y las acomodó en la habitación de Lily. La ropa la devolvió a la cómoda, y lo mismo hizo con los libros, colocándolos en el pequeño librero junto al escritorio donde Lily solía hacer las tareas de la escuela desde la preparatoria. Colocar la mayor parte de los objetos en su sitio y ordenar lo mejor que pudo, no disminuyó su impotencia ni la sensación de entumecimiento a la altura del corazón. Fue entonces que recordó a Daisy; el animal ruidoso del que su hija no se desprendía y del que no encontró señales en la precaria vivienda.
Apartó la duda con fiereza. De seguir pensando terminaría medio loco. Casi por inercia, tomó el celular. Leyó las decenas de mensajes. Algunos eran de Olga, otros de Ramón. No pudo interpretarlos al primer vistazo; sabía leer, pero el significado no penetró en su cabeza. Los únicos que disminuyeron las sombras que comenzaban a cernirse sobre él fueron los de su güerita. Estaba por responderlos cuando la llamada de alguien más lo obligó a atender.
—¿Qué pasó?
—¿Cómo te fue? ¿Lo encontraron?
La voz de Olga, ansiosa y afectada, sembró malos presentimientos que acrecentaron la tensión en su nuca.
—No había nadie.
Hubiera querido vociferar los insultos contra Eduardo que le picaban en la lengua, pero si lo hacía, diría el resto, y no tenía sentido que ella supiera los escalofriantes detalles. Él se los guardaría, como una herida abierta, para recordar la forma vil en que su confianza como padres había sido traicionada. También conservaría en su memoria la mancha marrón de sangre seca que vio en el colchón donde Lily estuvo durmiendo. La escasez, la inmundicia, todo lo callaría, aunque lo indigestara.
—¿Y sus cosas? ¿Pudiste recogerlas?
—Sí pude, ya las tengo en la casa. Pero tú qué tienes. ¿Está bien Lily?
—Sí, ella está bien. El doctor dijo que puede que salga antes. Solo está triste, ya sabes, quiere estar en el funeral de su bebé. —Olga calló unos segundos que lograron desesperarlo—. Agustín... ¿Pasó algo con Rosaura? Es que le hablé, quería pedirle que mañana se quedara con Lily, no quiero dejarla sola.
—¡No le pidas nada a esa pinche vieja! —rugió, remembrando lo sucedido.
—¿Entonces sí pasó algo?
Tras unos resoplidos que le ayudaron a calmarse, le contó todo. Y le advirtió. Olga confiaba en la buena voluntad de su prima, y no era justo. Dudó que le creyera; tantas veces había escuchado el cariño que le guardaba, después de todo, habían crecido juntas, aunque con una notable diferencia de años. Aun sabiendo que sus palabras romperían algo en el corazón de Olga, no se detuvo. Siguió hasta el final. La reacción de la mujer fue contraria a la que predijo, incluso, le habló acerca de sus sospechas:
—Creo que ella fue la que se metió a tu casa y rompió lo que me dijiste.
Él no tuvo dudas, no después de que Ramón le revelara la forma en que su güerita y Rosaura habían coincidido en el taller, el día que la primera fue a entregarle el regalo.
—No la quiero cerca de Lily —sentenció.
—No lo estará. Me dijo una de cosas horribles, y me corrió. En unos días me tocaba pagarle la renta, pero ya no me quiere ahí. Tengo que ir por mis cosas, ¿puedes venir mientras al hospital?
—¡Que hija de la chingada!
—No digas eso. Se lo merece, lo sé... Pero.
—Pero nada. ¿Qué vas a hacer? ¿Tienes dónde quedarte?
—Voy a rentar una casa, solo que hasta el próximo mes la desocupan. Mientras, ya veré dónde dejo lo mío. No es mucho.
—Quédate en mi casa. Igual Lily se va a venir conmigo cuando le den el alta. Así vas a poder acompañarla.
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Editado: 12.01.2025