Amores heridos

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¿Y si había sido demasiado dura? Fue la primera pregunta que surgió al quedarse sola en su apartamento, cuando por fin pudo respirar sin la pesadez en el pecho y cobijada por el silencio de su espacio. La chispa emocional que encendió su reacción al conocer el ofrecimiento de Agustín a Olga se había transformado en una flama apacible, una que podía observar y analizar con calma.

Despacio y sumergida en los pensamientos que la inundaron, se retiró el atuendo de luto. La tela negra entre sus manos la hizo remembrar lo efímero de la existencia. Igual que una pequeña y abrasadora llamarada, la buena voluntad fue abriéndose paso, haciéndola desear que él no se hubiera ido tan rápido. Despedirse con un enfado de por medio le causaba angustia: ¿y si no volvía a verlo? No soportaba haber hecho de la falta de entendimiento su último recuerdo.

Él era el hombre de su vida, el padre de su hijo. Pero, como todo hombre maduro, cargaba sobre los hombros una historia: adoraba a su hija y era tan noble que no podía darle la espalda a su exesposa. Ella lo entendía y lo aceptaba. Por eso, rebuscó en su mente, tratando de encontrar la verdadera raíz de su malestar.

Mientras lo hacía, liberó su cabello y se acarició la nuca para finalizar con un rápido cepillado. Luego buscó prendas cómodas para vestir. Aquello le permitió relajarse y parte del agobio se desvaneció.

Con un aire renovado en los pulmones, siguió dándole vueltas al asunto.

Su incomodidad no era porque Agustín le diera un lugar a Olga y Lily para guarecerse; nacía de sentirse excluida de aquella decisión, a su parecer, importante y que impactaba su relación. Consideraba esa falta de consideración un desacierto por completo. No obstante, desde que lo conocía, Agustín había hecho todo bien.

¿Acaso no merecía que ella intentara comprenderlo?

En sus anteriores relaciones y con su misma madre, había sido dadivosa en las oportunidades. Cristóbal y Humberto le demostraron que no les importaba mejorar. A lo largo de su tiempo juntos, los vio mantener un comportamiento plagado de desinterés y descortesía hacia su persona, a pesar de intentar explicarles de una y mil formas cuando sus actitudes y acciones la herían. Pagó las consecuencias de su entrega con tiempo y esfuerzo, más no se arrepentía del todo pues hizo lo mejor que pudo.

Por eso... si a esos hombres que no mostraban ni la mitad de las virtudes que veía en Agustín les abrió su corazón, ¿cómo no hacerlo con su dulce mecánico?

A ambos los amparaba algo de razón, pudo vislumbrarlo mientras diseccionaba el conflicto. Lo que falló en definitiva fue la interpretación que cada uno hizo de lo que el otro pensaría. Agustín y ella seguían conociéndose. Se amaban y mucho, de eso no le cabía duda. Pero para cimentar una relación hace falta mayor conocimiento: ¿de qué otra forma podría interpretarse correctamente al ser amado?

Suspiró en tanto se servía un vaso grande de jugo natural de naranja. El contacto del líquido refrigerado con su paladar la llenó de gozo. Algo tan sencillo podía ser tan estimulante. De pronto, la imagen de Agustín se apoderó de sus pensamientos, y unas ganas de sentirlo provocaron una subida de temperatura en su vientre.

Pelear con los impulsos de su cuerpo era la mayor ironía de aquel día. Acababa de asistir a un funeral, y aunque todavía la atenazaba una tristeza tenue, esta se había visto eclipsada por su primer desacuerdo con Agustín. Sin embargo, en lugar de asimilar todo aquello, su piel clamaba por el calor masculino.

«Lo que me faltaba» pensó.

La mayor parte de su vida había transcurrido en la tibieza. Incluso en la adolescencia, el cóctel hormonal no llegó a tentarla como para dejarse llevar sin razonarlo antes. Recién con Agustín había descubierto lo adictivo que podía ser compartirse con alguien. Decidió sacarse las dudas y encendió la computadora en su escritorio personal. Investigó si era posible que el embarazo aumentara el deseo sexual. Leyó las primeras líneas de los resultados que arrojó el buscador: definitivamente era posible.

Dejó caer la cabeza sobre sus brazos, reposados en la madera del escritorio. Era inútil seguir pensando; ni su deseo ni lo sucedido con el hombre que amaba podía arreglarse en las siguientes horas.

Al final, optó por comer algo ligero para engañar al cerebro. El alimento llevó otra porción de paz a su alma acongojada. Por primera vez, prefirió dejar que las cosas cayeran por su propio peso y encontraran su lugar. Había hecho su parte al expresar su inconformidad, tal vez no de la mejor manera, pero no pudo evitarlo. Quizás a él le había pasado lo mismo, solo necesitaba darle tiempo. Su promesa de regresar alimentaba su confianza. Creía en su palabra. Desde el principio, Agustín le había demostrado que la honestidad lo definía.

Sintiéndose en control de sí misma, se tendió en la cama y, unos minutos después, el cansancio la acogió en sus brazos, brindándole la oportunidad de quedarse dormida.

Despertó horas después, el día seguía iluminando los principales rincones de su apartamento. La siesta le había sentado bien, pero su organismo aún reclamaba algo, como si el descanso no hubiera sido suficiente. Dejó que actuara por sí mismo y su mano acabó por arrastrar hacia ella el celular que había olvidado a un lado.

«Te extraño. No quiero esperar hasta el lunes para verte. ¿Podemos hablar ahora?».

Escribió el mensaje como quien iza una bandera blanca, una rendición cargada de esperanza. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que él respondiera, pero el que fuera, lo esperaría con paciencia y el mejor de los ánimos, dispuesta a construir un puente que se impusiera al reproche.




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