Amores heridos

37

A Marcela la entusiasmaba pensar que, tras anunciar su renuncia, solo tendría que soportar unas semanas más: el tiempo necesario para que su reemplazo llegara y se ambientara. Después, podría respirar con toda la soltura que su cuerpo y su mente le permitieran y, finalmente, dedicar sus días a algo que sintiera suyo. Aquello la hacía experimentar una plenitud que, a lo largo de su vida, solo llegó a saborear.

El domingo habría sido un día de paz camino a la libertad, si no hubiera recibido la llamada de su madre.

Margarita sollozó al otro lado del celular, recordándole que la última vez que hablaron ella la había reñido y jamás la buscó para solucionar el conflicto. Conocía bien esa táctica destinada a doblegarla. Además, notó, por las palabras de su madre, que no terminaba de comprender el motivo de su enfado. Desanimada, prefirió callar; era inútil dar mayores justificaciones a su actuar. Al final, su progenitora se tranquilizó y salió a relucir lo que verdaderamente le preocupaba.

—¿Sigues viendo a ese hombre?

—¿Qué hombre, mamá?

—Tú sabes cuál, el que estaba la otra vez en tu departamento. —Ante su silencio, Margarita especuló—. ¿A él se referían las publicaciones hablando mal de ti?

Resopló, fastidiada por el acantilado al que avanzaba la conversación, y se guardó para sí la respuesta.

—¿Creíste que no me iba a enterar? Tu padre me lo dijo, lo hiciste enfadar tanto. ¿Por qué, hija? Él te ha dado todo y la elección de rector le importa mucho. Deja de desgastarlo con tus problemas.

Marcela pensó que su madre no se equivocaba: Gregorio le había dado todo, incluyendo miedo y deseos de no existir. Por otro lado, a pesar de racionalizar los motivos de su padre, era incapaz de congeniar con ellos. El hombre había sido rector años atrás, parte del Consejo Directivo después. Sin embargo, su negativa a permitir que visiones menos conservadoras que las suyas dirigieran la universidad se había traducido en una necesidad de regresar al poder operativo y la visibilidad diaria en un puesto de amplio reconocimiento. Valiéndose de artimañas políticas, había logrado su propósito para el período anterior, y pretendía perpetuarse en el cargo otro más.

A sus ojos, Gregorio estaba negado a reconocer que había llegado el momento de retirarse o mantenerse al margen, desde una cómoda posición en el Consejo.

Podía decirle a su madre las muchas razones para no seguir apoyándolo, pero no lo entendería... o no querría hacerlo.

—¿No lo he apoyado lo suficiente? —cuestionó.

—No dije eso. Últimamente estás distinta. No quieres venir, no nos llamas. Si hay una persona en tu vida que te aleja de nosotros, ¿crees que te conviene?

"¿Últimamente?" Por no atreverse a reír, aunque no tuviese nada de gracia, la ironía le causó acidez. Llevaba rehuyendo la casa paterna desde que salió de ella sin que su madre dijera nada al respecto. Y se lo reclamaba justo en ese momento de su vida, en el que la felicidad que la embargaba, la hacía añorar el calor materno.

—Por favor. —No pudo evitar liberar un resoplido desdeñoso, su madre no se daba cuenta de lo ridículo que sonaba aquello—. Ya no soy una niña. Ni siquiera una adolescente. Tengo mi propia vida, mamá. No creas que mis horarios son sencillos.

—Nada te cuesta esforzarte un poco, no es como si tuvieras otra cosa qué hacer.

—Tienes razón, veámonos esta semana —propuso, para deshacerse de la engorrosa demanda de atención—. Pero solo tú y yo.

—Si no hay más remedio.

—Entonces hablamos luego —finalizó.

Sin embargo, Margarita no estaba dispuesta a dejarla ir.

—¿En la celebración del aniversario? No se te ocurra no ir, sabes que tu padre espera que lo acompañemos las dos.

—Sí, mamá. —«Cobarde» se dijo a sí misma: ¿Es que alguna vez podría enfrentarlos de frente?, pues también se le quedó dentro la petición de que le devolviera las llaves de su hogar.

«Después».

Quizá le sería más fácil una vez que Agustín se instalara por completo.

Tras la despedida, se dispuso a disfrutar de la tarde, con su compañero y consigo misma. Dedicó algunas horas a navegar en busca de ofertas de empleo, en tanto él descansaba en la habitación luego de hacer el amor. Embarazada nadie la contrataría, así que esperaría hasta unos meses después del nacimiento de su bebé. El objetivo era evaluar la demanda y estar informada. Ganar menos ya no era una dificultad... Casi nada lo era.

El lunes llegó con la promesa de ser perfecto. Había esperado una eternidad, o eso le parecía. Se deshacía en ilusiones y ternura pensando en su bebé, en lo que la médica le diría en aquella primera consulta y en que por fin tendría la certeza de su existencia. En el trayecto de ida al Colegio, mientras aguardaba en un semáforo en rojo, se llevó la mano al vientre. Sin importar que aún no se manifestara su presencia, para ella lo habitaba alguien tan importante que la necesidad de demostrárselo la motivaba a brindar caricias ilimitadas y amorosas.

Pero como era imposible que todo fuera ideal, aquel día también resultó el asignado para entregar el Informe Académico mensual. Era una exigencia de su padre que ella se encargara personalmente de llevarlo y presentarlo ante él. El día oficial de entrega, los viernes últimos de cada mes, había coincidido con el magno evento de aniversario. Viéndose obligada a reajustar la fecha y a apretar un poco su horario para terminar a tiempo sus actividades, optó por ir antes de lo pactado para sortear el tráfico generado duranteuna de las horas de mayor afluencia.




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