Ni siquiera viendo a su güerita descansar apaciblemente, Agustín logró apartar las sombras. Que ella durmiera no borraba el recuerdo de las lágrimas derramadas, aún visibles en la inflamación de sus ojos, ni el resto de las lesiones que dejó el hombre que se atrevió a dañarla. Para colmo, el miedo seguía en el aire, disipándose de a poco, pero todavía oprimiendo las entrañas de ambos ante la posibilidad de haber perdido a su bebé.
Su mente comenzó a turbarse con ideas poco piadosas: dos criminales con distinto disfraz habían abusado de las mujeres por las que él daba la vida; era imposible dejarlo atrás.
Besó la cabeza de su ángel, y se movió muy despacio para no despertarla. Una vez que pudo dejarla sola en la cama, salió de la habitación con el rostro y el interior rígido.
La abogada seguía ahí, en la sala, sentada en el sofá; atenta a la nada. A él le pareció que navegaba por aguas tan turbias como las que estaban a punto de devorarlo.
—¿Quién fue? ¿Saben? —indagó, plantándosele enfrente.
—¿Marce no se lo dijo?
—No quiere, pero yo quiero saber, así que dígame.
—Un empleado de la universidad. Se llama Mario Rivas —reveló ella sin mirarlo, con una mueca de asco que se acentuó al pronunciar el nombre.
—A ese pendejo lo conozco —exclamó, maquinando un plan de acción que satisficiera el impulso de revancha que no podía arrancarse del corazón—. ¿Dónde lo encuentro que no sea su trabajo?
—¿Qué quiere hacer? ¿Sabe que es cercano al padre de Marce? —Sandra giró hacia él muy atenta, seguramente analizando si era pertinente o no acceder a ayudarlo.
—Entonces el padre de mi güerita va a entenderlo, o debería. Solo deme su domicilio o dónde hallarlo. No quiero tener que ir a la pinche universidad, pero igual puedo hacerlo. Al final, ahí tampoco cuidaron de ella —lo último lo escupió, dejando entrever toda la indignación que sentía.
La abogada se puso de pie, enfrentándolo.
—No haga una estupidez. Por algo Marce no quiso decirle. Permita que la autoridad se encargue; no va a salir impune. Hay más víctimas, trataré de convencerlas de que denuncien.
—¿Y si no lo hacen? ¿Y si se pela? No señorita, no voy a dejar que otro de estos se salga con la suya.
Gracias al policía investigador y a la confesión de la misma Lily, Agustín se había enterado de que Eduardo ya no estaba en la ciudad; se había ido para no regresar, tornándose inalcanzable para esa autoridad de la que hablaba la mujer. Autoridad encargada de otorgar una justicia que, en un país donde todo era una moneda al aire si no se tenían los medios para asegurarlo, parecía un lujo imposible de alcanzar.
—No es que no le crea a usted, pero en los demás no confío. Ese perro tiene que enterarse de que no puede ir lastimando como se le dé la gana —enfatizó al notar que ella dudaba.
A esa altura, el pecho de Agustín parecía a punto de explotar con cada expansión, más amplia de lo normal.
Sandra respiró muy profundo, oxigenando su cabeza para tomar la mejor decisión. Incluso dio unos pasos de aquí para allá, para luego volver la vista a él.
—Le diré lo que quiere, pero tiene que hacerme caso: no haga nada de lo que se vaya a arrepentir después. Marce y su hijo lo necesitan. Que no sea irremediable. ¿Lo entiende? Y de ser posible... que no haya testigos.
Afirmó, aceptando sus condiciones. A cambio, Sandra anotó una calle, un número y una colonia en el reverso de una tarjeta de presentación que sacó de su bolsa.
—Por suerte no es un fraccionamiento cerrado —señaló, extendiéndole la tarjeta.
—¿Puede quedarse con mi güerita hasta que regrese?
—Solo si me promete volver. Porque si le pasa algo, Marce no va a perdonarme nunca.
—Aún así me da esto —recalcó, elevando lo que acababa de recibir.
Sandra desvió la mirada y se alejó un par de pasos.
—Lo hago porque si pudiera ponerlo en su lugar, yo misma iría a buscarlo. —Bajó la vista, meditabunda—. Dos mujeres más dentro de la universidad han sufrido su acoso y abuso. Por fuera deben ser más. Llevo meses detrás de él, intentando atraparlo. Créame: lo que más deseo es hacerlo arrepentirse. Pero soy abogada, se supone que debo confiar en el sistema de justicia.
Podía pensar mucho acerca de lo confesado por esa extraña mujer, pero no quería hacerlo.
—Si despierta, dígale que volveré pronto.
Agradecido por su cooperación, Agustín se despidió de ella y salió con un solo objetivo. Nada más había en su cabeza, aunque en su corazón habitaran su ángel y su bebé. Pero era por ellos que lo hacía, y por él mismo; de no hacerlo iba a perder la cordura.
El fraccionamiento al que llegó se extendía en un entramado de calles rectas y uniformes, flanqueadas por casas de dos pisos pintadas en tonos tierra, blancos y beige, algunas con fachadas más vivas en terracota o amarillo mostaza. Las rejas metálicas que resguardaban las cocheras y pequeños jardines eran tan variadas como los propietarios.
Agustín se dio el tiempo de observar cada casa, igual que un depredador evaluando su terreno de cacería. Se fijó especialmente en si alguna contaba con cámaras de seguridad; a simple vista, no las había. Era comprensible, pues aquella no era una colonia de gente adinerada.