Olga contempló a Lily por largos segundos sin decir nada. No quería hablar ni respirar, porque sentía que, de hacerlo, se entregaría al llanto, como tantas veces desde que supo lo que su hija había padecido. Solía llorar en silencio, abrigada en la soledad de lo que ya no era su hogar, mientras Agustín cuidaba de Lily en el hospital. En esa casa donde habitaban los recuerdos, los fantasmas y los remordimientos la asaltaban, recordándole que no tenía nada, ni siquiera los medios para ofrecerle a su pequeña un refugio digno donde sanar sus heridas. Lo tendría pronto, se repetía, pero todo aquello había sido tan repentino que la había dejado temblando.
Por suerte, Agustín seguía siendo el padre que la enamoró tantos años atrás y, si él estaba dispuesto a apoyarlas, ella no podía rechazarlo. Necesitaba toda la ayuda que pudiera prestarle.
Dejó de centrarse en sus carencias y se enfocó en las bendiciones que la rodeaban. No podía derrumbarse, debía ser el pilar de Lily.
La joven se encontraba sentada en el borde de la cama de hospital, sosteniéndose con ambas manos sobre la colchoneta. El cuello hundido y el esfuerzo de sus brazos, tensos y rectos, evidenciaban el costo físico de mantenerse erguida. Sus ojos, antes vivaces, se perdían en la nada, pues no había nada que mirar más allá de la misma congoja reflejada en otros, quienes, al igual que ella, luchaban por recuperar la salud y seguir vivos.
Su madre no acababa de comprender la crueldad del hombre que juró amarla para luego convertirla en una sombra de lo que fue; tan disminuida y carente de todo lo hermoso que alguna vez proyectó.
—¿Estás lista? —preguntó y, tras hacer acopio de valor y enmudecer lo que sentía, logró sonreírle.
Lily levantó la vista. Vestía el conjunto deportivo gris que ella le había comprado hacía poco, una talla menos de la que solía usar. Aun así, su cuerpo parecía nadar en la tela, excepto en la zona del vientre, donde el elástico de la cintura se estiraba a causa de la hinchazón. En la cabeza, llevaba una pañoleta azul que le había pedido que le amarrara, pues no quería mostrar el descuido de su cabello ni el tono poco natural con el que lo había teñido en un acto desesperado por agradar a su verdugo.
—¿Y mi papá? —preguntó. Su voz, entre anhelante y temerosa, se le clavó en el alma—. Anoche no vino, pero pensé que hoy lo haría.
—No te preocupes. Te verá después, cuando se desocupe de sus asuntos.
Lily miró a otro lado, como si profundizara sobre lo escuchado. Se relamió los labios resecos y, con la mirada perdida en algún rincón de aquella sala de hospital, impersonal y carente de calidez, siguió hablando:
—¿Qué asuntos, mamá? Él me prometió estar aquí para cuando saliera.
Olga imaginaba que Agustín poco le dijo a Lily de su nueva relación, probablemente nada, así que se sentó a su lado y, pese a que no le correspondiera, supo que tendría que decírselo; a pesar de su vulnerabilidad, Lily ya no era una niña a la que pudiera ocultarle algo.
—Lo verás después. Él no me dijo bien, pero algo malo le sucedió a... la mujer con la que sale.
—¿Sale con alguien? —cuestionó la joven, mirándola con un atisbo de asombro y mucho de decepción—. Pero, creí que ustedes se contentarían. Se separaron por mí, por haber llevado a Carlos en lugar de a mi papá...
—¡No! —exclamó por lo bajo, buscando sus ojos y tomándole la mano—. No fue por ti, te lo dije: Fue por mí.
—Entonces es cierto que ya no lo quieres.
—No es que no lo quiera, hija, pero con Agustín nunca me sentí yo misma y eso, al final, acaba matándolo todo.
Lily ladeó la cabeza, intentando procesar la confesión. En cambio, su madre reflexionó que algo parecido le había sucedido a su hija, por lo que no tardaría en comprenderlo, no obstante, Eduardo había sido turbio y cruel. En cambio, Agustín nunca le exigió nada, fue ella quien decidió reducir sus ambiciones y ajustarse por prejuicios propios y ajenos que se convirtieron en clavos de su relación... de una relación bonita que pudo hacerla muy dichosa si no se hubiera empeñado en ir por el rumbo equivocado. O tal vez no, tal vez nunca fueron el uno para el otro por más bien que se hubieran hecho mutuamente.
De cierta forma, envidiaba a esa mujer que no conocía: podía edificar algo verdadero al lado de un buen hombre, en tanto a ella le tocaba recolectar escombros para rearmarse a sí misma.
—¿Nos vamos? —instó, para alejar el pasado; deseaba más que cualquiera ver solo hacia adelante.
Un ligero asentimiento de cabeza le confirmó que podían avanzar, pero, apenas se puso de pie, Lily volvió a sentarse, dejando caer su peso de nuevo en la cama, sin fuerza.
—Estoy un poco mareada —explicó, llevándose la mano a la frente.
—No te preocupes, recuerda que el médico dijo que es normal; todavía estás muy débil. Veré si me pueden prestar una silla de ruedas. Espérame aquí. No te vayas a intentar parar sola.
La aludida asintió, cabizbaja.
Tardó varios minutos para que le facilitaran la silla. Al regresar, descubrió a Lily entregada a lo que llevaba en el pecho; una cascada de lágrimas resbalaba por su rostro convertido en agua. No sollozaba ni emitía ningún sonido, lo cual hizo sentir miserable a su madre. No necesita externarlo para que intuyera que, al igual que con Eduardo y con la muerte de su bebé, seguiría culpándose de la separación de sus padres. Por más que ella le repitiera la realidad, no estaba preparada para asimilarla. Incluso de su bebé hablaba poco. De lo que sufrió en los últimos meses había compartido algo con Agustín solamente; quizá, pensó Olga, con callar creía poder borrarlo. Ella lo ignoraba, no era experta, su única guía era el enorme amor que le guardaba a su hija, uno que le parecía insuficiente.