Aquella sería la última vez que visitaría esa casa. Marcela podía apostar lo que fuera a que, después de ese día, no volvería. Durante años, la soledad y el apego hacia las personas que le dieron la vida la había mantenido anclada ahí; pero incluso el corazón más iluso se cansa de obviar lo evidente. Había ignorado durante demasiado tiempo la falta de correspondencia y cuidado por parte de sus padres. Tal vez era una adulta, pero Agustín le había enseñado que entre adultos también se cuidan, que así es cómo se demuestra que alguien te importa.
Ella ya no estaba dispuesta a dar sin recibir a cambio, y menos a quienes actuaban basándose en lo que sus acciones proyectaban en los demás, en lugar de en su propia conciencia o algo de consideración hacia su persona. Su madre, con sus ambivalencias y su deseo mal sano de complacer a su esposo, la hizo tantas veces a un lado, que prefería quedarse ahí, fuera de sus prioridades y sin culpa por hacer lo mismo. Y de su padre... no podía ni remembrar un solo gesto amoroso. Ninguno en absoluto, pensarlo le hacía doler el pecho.
—¿Estás lista, mi ángel? —Agustín había estacionado la Princesa minutos antes frente a la residencia de sus padres; minutos que ella aprovechó para viajar por sus memorias.
Ante la pregunta, revisó su celular. El último mensaje de Sandra le había informado que llegaría pronto.
—Prefiero esperar a Sandra.
—Pensé que no era tu amiga. ¿Por qué la llamaste?
—Porque ya no esperaré. Le entregaré a mi padre la renuncia y... Sandra de alguna forma es la única persona que logra sacar lo mejor de él... si es que lo hay.
—No seas tan dura. Hay peores hombres que tu padre.
La declaración la hizo sonreír sin gracia.
—Pero también hay muchos mejores —recalcó, señalándolo con una mirada cargada de orgullo—. ¿Cómo haces para siempre pensar lo mejor de todos?
Agustín compartió su sonrisa, aunque la de él llevaba una estela de melancolía.
—Eso no es cierto, mi ángel. Volví a ver lo bueno hasta que te conocí.
Una ternura que solo él lograba despertar la inundó de sensaciones hermosas, inclinándola hacia ese cuerpo del que tanto calor y placer había recibido.
—Por eso no quiero que tú veas lo malo —remarcó tras cobijarla entre sus brazos.
—Ver lo malo es necesario; si no, nunca nos alejaríamos de lo que nos daña.
—Tienes razón, verlo está bien, pero no quedarse con eso. No te pido que los perdones ni que te olvides, nomás que no los odies. Yo viví odiando a mi mamá mucho tiempo, también a Olga... cada uno de esos meses desde la boda de Lily. No se siente bien.
A pesar de comprenderlo, era demasiado pronto. O así lo sentía ella. El ataque de Mario, la huida de su padre cuando se lo dijo, el reclamo de su madre; todo tan reciente que significaban heridas abiertas, grandes fuentes de dolor de las que únicamente quería alejarse sin mirar atrás.
La abogada llegó un poco después, y los tres bajaron de sus respectivos vehículos.
—Me sorprendió recibir tu mensaje. Creí que esperarías a la próxima semana. De todas maneras, te informo que, aunque renuncies, tu contrato te obliga a entregar el puesto a tu reemplazo; tendrás que ir al menos unos días más para hacerlo y hasta que el Colegio encuentre a alguien adecuado.
Tras decirlo, la mujer saludó a Agustín con un asentimiento de cabeza.
Sandra iba directo a la yugular, y esa era una de las razones por las que Marcela no creía poder volver a ser su amiga. Ese rasgo de su personalidad, acentuado con los años y la profesión que había elegido, le resultaba extremadamente desagradable.
—Lo sé. Pero es mejor que mi padre lo sepa desde ahora.
Como si la abogada hubiera escuchado su pensamiento, agregó:
—¿Y cómo estás?
—Mejor.
Le seguía doliendo el cuerpo y sus nervios continuaban hechos trizas. Un día no era suficiente para recuperarse, pero confiaba en que pronto lo haría.
—Pues entremos.
Margarita abrió la puerta casi al instante de que Sandra llamara al timbre. Su madre tenía cara de haberlos estado aguardando apostada en la entrada desde que salió del apartamento de su hija y regresó a su propio hogar. Y Marcela no lo dudaba, estaba tan desesperada por salvaguardar a Gregorio. En realidad, ella no acababa de comprender qué le pedía su progenitora, más allá de ver a su padre y terminar con una reprimenda que le recordara el poco valor que como ser humano tenía para él.
—Qué bueno que llegan.
Pese a su aparente bienvenida, Marcela notó que mantenía su renuencia a recibir a Agustín.
«Y así quieres que vuelva» pensó. Agregando también suposiciones de la poca favorable reacción de su madre cuando supiera de su embarazo. Por eso no pensaba decírselo, no obstante, no podría evitar que en el futuro se enterara.
Los tres fueron conducidos hasta la puerta de la oficina personal de Gregorio.
—¿Me puedes esperar aquí? —le pidió a Agustín—. Tú también, mamá. No quiero que entres.
—Pero... —exclamó su madre, ofendida.