Amores heridos

44

Dormir no le parecía a Agustín la mejor manera de consolar a su güerita, mucho menos después de lo que ella había enfrentado en casa de sus padres. Sin embargo, los ojos se le cerraron casi al instante cuando el colchón los acogió en el apartamento. Al llegar, sintió la apacibilidad del caer de la tarde, esa que invita a querer regresar al hogar. Esa calma contribuyó a que sus sentidos comenzaran a adormecerse.

Al menos había alcanzado a quitarse los zapatos y ponerse cómodo. Su güerita tenía la costumbre de hacerlo apenas cruzaba el umbral, y él, rápidamente, comenzó a imitarla. Ella bostezó apenas estuvo dentro y le preguntó si quería acompañarla a tomar una siesta. No pudo negarse.

Una desvelada después de los cuarenta no se digiere igual que a los veinte, y mucho menos una paliza, sin importar si había sido él quien la propinó.

Se sentía agotado en todos los sentidos. A pesar de la felicidad llenándole el corazón, no podía omitir el desgaste de los últimos días.

No supo cuántas horas perdió de los últimos destellos de sol y, al despertar, encontró a su ángel sonriendo mientras observaba la pantalla del celular. La habitación estaba casi en penumbras, excepto por la luz cálida y de baja intensidad de la lámpara en la mesita de noche.

Ella, al darse cuenta de que despertaba, dejó el aparato a un lado y se apretujó contra él, viéndolo a la cara.

—Que bueno que despiertas, es tarde. ¿Tienes hambre?

—¿Qué hora es?

—Las doce.

—¿Tan tarde? —exclamó, aturdido por haber dormido tanto—. ¿Y qué haces despierta? —preguntó, viendo que ella llevaba puesta su ropa de dormir y había recogido su cabello en la trenza que usaba para descansar.

Marcela le besó los labios y la sonrisa en los labios femeninos se suavizó hasta desvanecerse. De nuevo, él la notó triste.

—No puedo dormir... Tuve una pesadilla. Pero estuvo bien —agregó, recuperando el buen ánimo—. Así pude leer el mensaje de Sandra. Dice que mi papá me pagará lo que me corresponde y ella se asegurará de que me de también todas las recomendaciones que necesite.

—Te dije que no era tan malo.

—Sandra dice que es la culpa. No creí que pudiera sentirla. Creo que más bien está cansado —mencionó, pensativa.

—A ningún hombre le gusta que toquen a sus mujeres, mi ángel.

Su güerita liberó una carcajada ligera.

—Muchas de mis alumnas y profesoras más jóvenes se enfadarían contigo por decir algo así.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —cuestionó, confundido. Hasta dónde sabía y le enseñaron: a su gente debía cuidarla.

—Por nada —declaró, contemplándolo de una manera que lo estremeció de buena manera; sus ojos emitían diminutas chispas de deseo—. A mí me encanta que seas así.

Lo estrechó más fuerte, Agustín sintió sus brazos delgados sujetarse a la redondez de su cintura como si fuera un salvavidas. Y a él le gustaba ser eso para ella: a quien acudiera cuando tuviera problemas, por quien se sintiera protegida, y también, el hombre que ella deseara cada noche de su vida.

Como a ninguno le interesaba abandonar el lecho tibio, volvieron a quedarse dormidos tras platicar por un rato.

En la mañana, lo primero que hizo fue marcar el número de Olga, aprovechando que su güerita aún dormía. Con su exesposa no deseaba tener mucho trato; por fin, después de meses de añorarla y creer que la necesitaba, la había soltado. Su abuelo debía estar brincando de felicidad en la tumba, pensar en eso le supo a burla.

¿Qué más daba? Quien le importaba era Lily.

Tras un breve saludo, Olga le pasó la llamada. La vocecita de Lily, aún somnolienta, lo hizo sonreír y le concedió alivio, disipando el remordimiento que había comenzado a instalarse en el fondo de su ser por no haberla llamado antes. Lily y él intercambiaron frases cariñosas, preguntas simples destinadas a saber cómo estaba el otro; saludos amorosos que habían compartido desde el momento en que se convirtieron en familia, pero que la abrupta separación tras la boda de ella había enterrado bajo el peso del enfado y la decepción.

Pero ya no más, si no podía odiar a Olga por abandonarlo de forma tan cruel, menos podía hacerlo con su niña.

—Voy a buscar trabajo en cuanto me sienta mejor —anunció ella.

—Puedes esperarte un rato.

—No tanto. Mi mamá faltó mucho a su trabajo para cuidarme. Tú también. No quiero ser una carga para ninguno de los dos. Ella necesita invertir en el negocio que va a abrir y tú...

Lily cortó lo que estaba a punto de decir y él comenzó a desesperarse.

—¿Yo qué?

—Supe que estás saliendo con alguien —reveló la joven luego de unos segundos.

Agustín carraspeó, y las aletas de su nariz se expandieron, reflejando el enfado que lo invadió al sentirse expuesto. Solo había una persona que podía haberlo dicho, y saberlo le cayó como un balde de agua helada. Lo despertó. Entendió, sin lograr ponerlo en palabras ni pensamientos, que no podía seguir viviendo dos realidades.

—No te enojes —suplicó la joven.

—No estoy enojado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.