Amores heridos

45

Un mal amor puede destruirte, y Darío era la prueba viviente... O quizá, él ya estaba medio roto y el reflejo eran sus relaciones.

No siempre le gustaron los hombres, o no únicamente. Durante varios años estuvo con una mujer que, si bien era bastante tosca, no se podía decir que fuera varonil o hiciera pensar que los gustos de su pareja cambiarían al irse. Al final, tras una ruptura desastrosa, la mujer abandonó a Darío dejándolo sin dinero suficiente ni para pagar el alquiler, muchas deudas y varios kilos encima.

Pocos entendían por qué el grueso mecánico era su amigo, mucho menos entendieron los motivos que lo llevaron a asociarse con él.

A su abuelo le daba mala espina; solía decir que era un hombre que ocultaba mucho a pesar de tener poco. A Olga y Lily les desagradaba, aunque la primera lo toleraba, incluso, llegó a invitarlo varias veces a la casa a cenar después de que quedó solo. En el barrio, casi todos preferían tratar con Agustín en lugar de con Darío; eso cambió cuando se volvió un insoportable tras el abandono de Olga.

Sin embargo, su socio continuaba sin ser el favorito de la gente.

Para Agustín, por otro lado, Darío era más que un buen amigo. Fue él, junto con Don Juan, quien le enseñó el oficio con la paciencia suficiente para que aprendiera de verdad. Era realmente hábil con la mecánica, y agradeció que aceptara irse con él cuando logró independizarse.

Pero lo que nunca podría olvidar era aquel día, uno de esos en los que la claridad del cielo no logra iluminar el día.

Darío había sacado los billetes más grandes que tenía con toda la rudeza de sus manos regordetas y se los entregó sin dudar. Lily llevaba días enferma, y Olga estaba agotada de ir una y otra vez al servicio médico público sin obtener respuestas ni mejoras.

—Llévala a otro médico, así tengas que pagar. No se te vaya a morir —le había dicho.

Eran mediados de semana, y en esa época Agustín solía gastar mucho y ganar poco. Fue una de las pocas veces en su vida en las que mantener a su familia se sintió como una cuesta empinada, difícil, casi imposible, de subir.

Tomó los billetes sin pensar si luego tendría para pagarlos. Fue por Olga y Lily, y de ahí, al lugar que Darío le sugirió. Cuando la niña de entonces se recuperó, intentó devolver el dinero, pero Darío no lo aceptó.

"Al rato" solía decir el hombretón, despreocupado, como si a él no le hiciera falta, y así pasaron los años.

Un gesto así no se olvida, menos cuando otros similares fueron creando un lazo entre ambos. Tampoco debió olvidar que, a pesar de ser un hombre reservado y lleno de secretos, Darío era bueno. Excepto, claro, cuando lo rondaba algún interés que le alborotara la entrepierna. Le había pasado con la mujer con la que vivió tantos años, y con un par de tipos que se cruzaron después en su camino. No obstante, el peor había sido Juan. Ese, de alguna manera, le había sorbido el seso por completo.

Y él, por andar con sus asuntos, le había permitido llevarlo al taller. Debió saberlo, se lo repitió cien veces al menos antes de llegar al taller. Debió despedir a ese infeliz cuando supo que acosó a Ramón, debió... debió. La cabeza se le empezó a calentar, estaba furioso consigo mismo, con Darío, con Juan, con todo.

En el taller, Ramón lo aguardaba con la cara pálida. La policía ya estaba ahí; cuando el delito había pasado solían aparecer rápido. Levantaron un reporte por robo, poniendo especial atención en los datos del posible sospechoso. Ellos les hablaron del ataque a Darío. Al final, los oficiales les informaron a dónde acudir a interponer la denuncia, agregando sugerencias.

Más denuncias, otra y Agustín perdería la poca paciencia que le quedaba. Dejó ir a los representantes de la ley. Más que lo material le interesaba ir con su socio.

—¿A dónde dices que se lo llevó el Meny?

—A la Cruz Verde.

—¿A la de aquí cerca?

—Sí, le pidió el carro a su jefe porque el Darío no podía ni caminar. Es más, tardamos en despertarlo.

Maldijo varias veces en silencio y se llevó la mano a la frente, rascándose para ver si así disipaba tanto mal pensamiento que se le arremolinó.

—Quédate aquí y cierra todo —pidió, dándole las llaves—. Entregaron todos los carros el sábado ¿no?

—Sí, a los que trajeron más temprano tuve que despacharlos.

Le dio una palmada a Ramón en el hombro y se fue, conforme con el actuar del muchacho.

No tardó mucho en llegar al lugar donde se suponía que atendían a Darío. Lo encontró en las sillas de espera. Meny estaba a su lado, serio como un sepulcro.

La pinta de Darío era un desastre, justo la de quien se va de juerga y no regresa a casa, pero los golpes eran menos graves de lo que había imaginado. En efecto: le habían dado una paliza. Su camisa, medio desgarrada en varias partes, lo cubría con la suciedad de un trapo viejo; el pantalón no estaba en mejor estado. Los pocos cabellos que le quedaban lucían rígidos y revueltos al punto de parecer una maraña de pelusa.

Lo peor, sin embargo, era la sangre seca salpicada en sus prendas, y los moretones oscuros que pincelaban sus facciones hinchadas. Era difícil mirarlo sin sentir un nudo en el estómago.




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