La cena estaba lista, planeada con esmero desde días atrás. Había comprado el pavo que sería la estrella de la noche, junto con las naranjas, el vino blanco y lo que necesitaría. Ningún detalle quedó al azar: cada especia y sazonador aguardaba su turno en la alacena, listo para cumplir su propósito.
Desde muy temprano, y pese al agotamiento que afloró con el primer trimestre de embarazo, se levantó y comenzó la preparación. Lo consideró la mejor forma de agasajar a su invitada especial.
Las guarniciones y el postre fueron lo último en captar su atención, pero para las cuatro de la tarde ya tenía todo dispuesto. A las ocho, era la hora pactada. Todo estaba bajo control, o eso quería creer mientras miraba su obra con una mezcla de orgullo y expectativa.
Sabía que Olga era una excelente cocinera, y no pudo evitar sentir un vacío que expulsó con el aire saliendo de sus pulmones tras algunos segundos.
A la seis, engalanó la mesa del comedor con un bonito y sobrio mantel navideño, donde los colores rojo, verde y dorado predominaban de manera elegante. El centro de mesa coronaba el arreglo, formado con velas rojas, ramas de pino, esferas doradas y cintas satinadas. Puso los cubiertos y servilletas de tela con especial cuidado.
Todo debía ser perfecto, o al menos, eso deseaba Marcela. Aunque su buen ánimo y la esperanza la acompañaban, no podía desprenderse de esa inquietud que le respiraba en la nuca, una sombra persistente que le susurraba que algo podía salir mal y arruinar aquel día maravilloso. Después de años, volvía a disfrutar un momento como ese, en compañía de un afecto sincero, y temía equivocarse en algo.
Sentía los dedos torpes y las manos sudorosas; suposiciones sobre lo que podía echar abajo sus esfuerzos la acribillaban, jugando con su mente.
Inhaló, exhalando lento muchas veces. Sin embargo, lo que realmente surtió el efecto calmante, que con desesperación necesitaba, fue acariciar su vientre. Su bebé iba creciendo sano, según la ginecóloga todo marchaba bien y lo único era esperar el ansiado momento de conocerlo. Hubiera deseado poder usar ropa de maternidad para la ocasión, mostrar lo orgullosa que se sentía de ser la madre del hijo del hombre de su vida, pero su vientre apenas daba muestras de cobijar a otro ser.
Aun así, eligió un atuendo holgado; un vestido largo sujeto bajo sus pechos. El rojo le pareció un buen color, iba con la celebración y resaltaba la claridad de su tez.
Era su primera Nochebuena con Agustín... y con su bebé. Lo mejor de todo era que, por fin, conocería a Lily. La joven había aceptado pasar la fecha con ellos, un gesto que Marcela consideró profundamente bondadoso. Quiso interpretar el hecho de que Lily fuera a cenar a su casa, la casa de Agustín que, tras el mes concedido a Olga, habían vuelto a habitar como propia, como una señal de aceptación significativa de ambas partes.
Marcela se había propuesto hacer de esa casa su lugar; el apartamento que compartió con Humberto le parecía tan frío e impersonal, que lo alquiló para obtener un ingreso extra. Para su nuevo hogar, renovó el color de las paredes y algunos muebles, compuso desperfectos y cambió la decoración, únicamente conservó lo que perteneció a la abuela de Agustín, buscando mejores lugares para que luciera. De igual forma, tras pedírselo a él, quitó la foto de su boda con Olga. No guardaba ni una pizca de ganas de seguir contemplando la imagen y, pese a sentirse un poco infantil, la dejó bien envuelta en el armario.
Agustín llegaría casi a la hora. Se lo había dicho: el trabajo no le permitiría liberarse antes de las siete. Mientras tanto, Marcela aprovechó el tiempo para ensayar en su mente, una y otra vez, la mejor manera de recibir a Lily.
Durante las semanas anteriores, la joven y su padre se habían encontrado en varias ocasiones, aunque todavía no se había presentado la oportunidad de que ella se integrara. Marcela lo entendía: Lily estaba devastada; haber sido víctima de un abusador le permitió empatizar profundamente con su proceso. Sabía que la joven necesitaba tiempo para sentirse entera nuevamente.
Sin embargo, la primera en llegar no fue Lily, sino su otra invitada.
Al abrir la puerta, no pudo evitar abrazarla.
—Hola Marce. Gracias por invitarme —dijo la abogada, recibiendo su gesto con poca efusividad.
Esa frialdad, tan de Sandra, que alguna vez interpretó como rechazo, en ese momento la hacía sonreír.
Al separarse, Marcela creyó notar un apocamiento que nunca vio en ella, como si quisiera hacerse pequeña para no desentonar. Conmovida, la invitó a pasar y cerró la puerta.
—Llegas temprano —sonrió, tras haberle dedicado una mueca de reprimenda—. Que bueno que viniste.
—Al contrario, que bueno que me invitaste. —Sandra llevó a la cocina la botella de vino blanco que cargaba. Luego, sacó una cajita de regalo de su bolsa y se la entregó con algo de vacilación.
—¿Qué es? —indagó Marcela, intrigada con aquel detalle. A continuación, lo abrió y, con delicadeza, agarró la delgada cadena dorada de la que pendían dos dijes estilizados en forma de niño y niña respectivamente. Vio a la mujer sintiendo el picor de la humedad en los ojos—. No era necesario. Pero, gracias.
—No sé si tu bebé será niño o niña, ahora ya tienes para cualquiera. Quién sabe, tal vez tu mecánico no quiera conformarse solo con una de esas criaturas ruidosas.