Con manos finas y cuidadosas, la joven anudó la corbata alrededor de su cuello. Era casi el último detalle para que la apariencia de Agustín estuviera a la altura del gran día que estaban a punto de celebrar.
Al terminar, ella esbozó una sonrisa tímida, evaluando su trabajo con ojos que buscaban aprobación. Aunque el gesto parecía orgulloso, él notó que no llegaba a iluminar su mirada, como solía suceder antes de Eduardo.
Una vez más, maldijo en silencio ese matrimonio funesto que había roto a su niña, apagando la vivacidad que la caracterizaba y dejando en ella cicatrices que difícilmente se borrarían, por más que él añorara lo contrario.
—Te ves muy guapo —dijo Lily, cuando él se puso el saco y lo acomodó sobre sus hombros; el último detalle—. Mucho más que cualquier otro día. Te queda muy bien el traje.
Los labios de Agustín se curvaron hacia arriba, en una muestra de agradecimiento. Por desgracia, no pudo apartar la sensación de que su hija en realidad lloraba por dentro. Hacía rato que lo había notado, y ese día ella se esforzaba tanto por ocultarlo, que el sentimiento aplastado se desbordaba por sus poros.
—Marcela también debe verse hermosa, que bueno que fue a arreglarse al hotel de su cuñada, no debes verla antes. Seguro que quedó preciosa y con… con su pancita que ya se nota mucho. —Lily respiró hondo, en medio de una leve sacudida, como si le costara jalar el aire—. Mejor vámonos —dijo, recuperándose al instante—. No quieres llegar tarde a tu boda.
No habría más invitados que la familia del hermano de su güerita y Lily. Ninguno de los dos deseaba una gran fiesta, ni sentían la necesidad de mostrar a más gente la dicha de estar juntos. Solo querían reafirmarlo ante el Dios en el que ambos creían, como ya lo habían hecho ante el mundo con un matrimonio civil, igualmente discreto.
Por eso, a Agustín no le preocupaba demasiado apurarse; su ángel acababa de enviarle un mensaje diciendo que estaban por salir. Lily y él llegarían más rápido, ya que la casa estaba cerca de la parroquia elegida. Lo que no podía ignorar, a pesar de toda la felicidad, era el sufrimiento silencioso de su hija.
—A lo mejor no fue buena idea pedirte que vinieras —señaló, provocando que la joven lo mirara, casi espantada, como si esas palabras hubieran quebrado algo en su interior.
—No, no digas eso, papá —declaró, negando con la cabeza reiteradamente.
—Todavía no estás bien —repitió lo que su ángel le había dicho, sin que lo comprendiera hasta ese momento en que veía a Lily flaquear tan evidentemente.
Los meses anteriores, después de que saliera del hospital, la joven se había concentrado en mejorar. Él había creído que lo hacía con cada día transcurrido. No obstante, en una plática anterior, su mujer le había dicho que no era así, que quizá Lily sonriera mientras manifestaba su cariño hacia ellos. Un cariño del que su güerita no tenía ninguna duda. Lo que sí dudaba era que la joven estuviera realmente recuperándose.
“Uno no se olvida de la pérdida de un hijo ni del trauma de lo que vivió al lado de su esposo tan fácil. Me preocupa que se esfuerce tanto en parecer feliz” le había dicho. Él no lo entendió, o no quiso, esperanzado en que su hija estuviera bien.
—Pero no estoy mal como para perderme tu boda. Yo estoy feliz por ustedes… y por mi hermanito. De verdad, no pienses que no —dijo, atropellando unas palabras con otras, desesperada por hacerse escuchar y convencerlo.
La energía pareció abandonarla de pronto. Trémula y cabizbaja, se sentó en el borde de la cama, con las manos sostenidas del colchón y el pecho subiendo y bajando con notoriedad.
Agustín se sentó a su lado y le acarició los temblorosos dedos de la mano izquierda. Ninguno se miraba, ambos lo hacían a la nada, cada uno reacomodándose por dentro.
—Es solo que a veces lo extraño mucho —reveló Lily, tras un largo y pesaroso minuto—. A mi bebé, yo sí lo quería. Si no fuera por ustedes… Yo ya me hubiera muerto para irme con él.
—Aquí estás —cortó Agustín, tajante. Su voz retumbó con dureza, pero sus brazos, amorosos, rodearon a Lily y la cobijaron contra él—. No quieras morirte, si haces eso entonces sí se acaba todo. Tu bebecito no se te va a olvidar. Pero por algo él se fue y tú te quedaste. Ese hijo de la chingada va a pagar algún día por lo que te hizo.
—No me importa, él ya no me importa.
Lily inhaló una última bocanada de aire y sonrió, viéndolo a los ojos. Fue correspondida con un beso en la cabeza, prodigado con ternura y paciencia.
—Te amo, papá. Pero ya vámonos. No me voy a perdonar si llegas tarde. Ya no te preocupes por mí, la terapia y el trabajo me ayudan mucho. Al rato se me pasa.
—Sí se te va a pasar —afirmó él, convencido.
Confiaba en la fortaleza de su hija y deseaba que ella también lo hiciera. Por otro lado, reconocía que era imposible no ser golpeado por esos instantes de flaqueza en los que se eclipsan las alegrías y los dolores se recrudecen. En cierta forma, lo tranquilizaba haberse dado cuenta de que su güerita tenía razón: Lily no estaba recuperada como quería hacerle creer.
«Mejor» pensó: «Mejor verte triste ahora y no toda la vida».
No estaba preocupado; Lily saldría adelante, y él estaría ahí para lo que ella necesitara.