Anastasia

1

Obsidiana, 1835
La oscuridad cae, y él no llega. La espera se hace insostenible, lo espeso de la noche como única compañía empieza a perturbar a lady Anastasia, destruye sus nervios. ¿Habrá pasado algo? Se preguntó ella. Rogó a Dios que no fuera así, sin embargo, la semilla que algo malo estaba por pasar se implantaba con rapidez en su mente y crecía hasta alcanzar su corazón.
¿Por qué tardará tanto? En la lejanía el susurro de la brisa aparenta traer consigo la respuesta. 
El tiempo apremia. Si él tardaba un poco más se perdería la oportunidad, el padre de la joven lo descubriría. Hay planes para huir juntos, los cuales se convertirán en un imposible. El marqués jamás permitiría que Anastasia uniera su vida un hombre de tal calaña. Tenía otro prospecto de hombre en mente para su primogénita.
El corazón de la dama la atormentaba, siendo consciente del desgarre que causaría a su familia, pero sus lealtades le fueron cambiadas, desde que la presencia del sammita la arropó entre las tinieblas del bosque, ellos ahora eran una sola carne.  Ya no se detendría, aun sabiendo el destino que les seguiría a sus hermanas. ¿Quién querría casarse con la hermana de una descarriada?
«Que me perdone Dios por causarles tal desdicha—pensó». 
«Confía en mí— le había dicho el hombre— pronto nos iremos de este pueblo, y no habrá nadie que pueda separarnos, seremos uno». Ella sonrió ante ese recuerdo. Él no la plantaría.
El viento sopló en oposición, trayendo consigo un grito desgarrador semejante a un animal herido. Por reflejo, la joven cubrió su gélido cuerpo con la capa. Las heladas horas que aguardó en aquel claro, bajo el frondoso cerezo empezaban a hacerse manifiestas.
Algo debió presentarse —se dijo. La inquietante sensación del miedo la arropó. Perdida en las viejas advertencias de los peligros de la oscura noche, Anastasia lamentó no traer consigo algo para su protección.
Los arbustos crujieron, sonido que recorrió la espina dorsal de Anastasia, un grito se coló a través de su seca garganta, pero halló una pronta muerte. Era él, su melena aleonada despeinada.
La joven respiró tranquila por una vez desde que la eterna noche dio inicio. Deseó no haberlo hecho, cavitando la posibilidad de perder el olor a cobre que rodeó el aire, lo conocía demasiado bien. La dama sintió las rodillas desfallecer al detallar al hombre, sus ropas, sus manos, estaban cubiertos de espesa sangre. 
Lo llamo por su nombre con voz de hilo, perdiéndose en el incesante sonido de una percusión, cuya melodía ascendía segundo tras segundo. La joven tardó en descubrir que eran los gritos de su pecho.
¡Dios mío!  ¿Te han herido?
Él era una roca inamovible.  Su piel dorada como el maíz convertido en ceniza de fogón, sus párpados dormidos y un reflejo vacío competía con el frio de la sierra. Anastasia intentó acercarse a él. «No». Declaró el sammita, sus labios una lápida sellada, sin embargo, las profundas órbitas plateadas la inmovilizaron.
Háblame—suplicó Anastasia, tratando de apartar la distancia—. ¿Qué está mal?
El trotar de caballos se escuchó.  Anastasia giró su cabeza en dirección al sonido, el cielo ardió a poca distancia iluminando su camino a ella.  Bastó solo un instante para que el sammita emprendiera su huida. La joven vio ambas sombras perderse entre la noche. Anastasia contuvo un sollozo, sin embargo, no pudo retener las lágrimas. Voces y pasos la alcanzaron, pero los ignoró; su vista, al igual que el resto de sus sentidos, estaba puesta en la dirección por la cual el hombre la acababa de abandonar.
¡lady Anastasia! —habló uno de los siervos del duque.
Anastasia se escuchó preguntar con voz ajena, el motivo de tal alboroto.
Debe ir a casa. Vuestra hermana, mi lady—se apresuró a decir el siervo, la compasión brillaba en sus ojos. 
Anastasia entró corriendo a la casa del marqués, directo a la habitación de su hermana. De camino encontró a un par de criadas sosteniendo a una temblorosa Abigail de ojos rojos y húmedos. Su vestido de crepé manchado de sangre. Anastasia se apresuró a su hermana en pánico. Abigail separó sus labios, palabras intentando escapar a través de las curvas, que al sonar de la batuta se transformaron en una línea muerta regresando las escurridizas a la cueva que pertenecen. Ninguna palabra brotó de los labios de la joven en 15 años y no lo harían ahora.  La mirada de Anastasia cayó sobre la criada.
Jacinta entre sollozos y lágrimas intenta explicar, su falta de control imposibilita la claridad en sus palabras. Anastasia desistió del interrogatorio infructífero a la ama de llaves. Corrió por los últimos escalones. Empujó la puerta con todas sus fuerzas. Junto a la cama descansa un charco de sangre, que las criadas de Saint James intentan limpiar a toda costa. Las lágrimas nublaron la vista de Anastasia, aun así, fue capaz de ver a Débora tendida en la cama; con sus ojos desorbitados de horror, sus cobijas manchadas del flujo de vida que no paraba de emanar. Las gélidas garras de la muerte estrujaron el pecho de Anastasia, bastó ver el collar con la insignia de lobo para que las lágrimas que con premura contuvo en sus ojos se derramaran, conocía a la perfección el accesorio. La imagen del sammita vino a ella y la sangre convertida en una segunda prenda. Incrustó la segunda saeta a su pecho.




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