Marisa no disfrutaba de los eventos sociales. En los lugares ruidosos y llenos de gente, se sentía fuera de lugar. Pero esta vez no pudo negarse. Su amiga casi la arrastró a la gala benéfica, asegurándole que era una excelente oportunidad para "desconectarse de la rutina".
La velada transcurría en un lujoso salón de un antiguo hotel. Marisa, sin quererlo, admiraba las lámparas centelleantes, el tintineo de las copas de cristal y la elegancia de los asistentes. Justo cuando iba a dirigirse a la mesa de vinos, sintió una mirada fija sobre ella.
Él estaba junto a la barra: alto, con una expresión segura y un traje impecablemente confeccionado. Su cabello oscuro estaba despeinado con descuido, y en su mirada brillaba un desafío. Cuando sus ojos se encontraron, Marisa contuvo el aliento de golpe. Era el tipo de hombre que intentaba evitar: demasiado carismático, demasiado seguro de sí mismo.
—Parece que está lista para huir —dijo él, acercándose.
Marisa se estremeció al oír su voz. Grave, aterciopelada, con un ligero matiz burlón.
—Y usted parece alguien que disfruta atrapando a quienes intentan escapar —replicó ella, esforzándose por ocultar su nerviosismo.
Él sonrió, inclinando levemente la cabeza.
—Andreas —se presentó, extendiendo la mano.
Ella vaciló. Su intuición le advertía que ese hombre era un peligro. Pero, por alguna razón, terminó estrechando su mano.
—Marisa.
Sus dedos se rozaron, y bastó con eso para que el mundo pareciera detenerse.
Esa reunión lo cambió todo.