Marisa no podía explicar por qué aquel encuentro la había afectado tanto. Había conocido a muchos hombres: amables, atractivos, incluso carismáticos. Pero ninguno de ellos había hecho latir su corazón más rápido con una sola mirada.
Después de aquella conversación con Andreas, encontró rápidamente una excusa para marcharse de la gala, convenciéndose de que solo había sido una atracción momentánea, provocada por la atmósfera de la velada. Pero, por alguna razón, su mirada seguía apareciendo en sus pensamientos una y otra vez: aguda, segura, como si él ya supiera más de ella que ella misma.
Al día siguiente, paseando por las calles de la ciudad, intentó concentrarse en sus asuntos. Trabajaba en una galería de arte contemporáneo y tenía que reunirse con un posible nuevo mecenas. Su nombre no le sonaba, pero el dueño de la galería le había dicho que era uno de los inversores jóvenes más prometedores con interés en el arte.
Cuando entró en el acogedor café donde estaba pactada la reunión, su corazón se detuvo por un instante.
Andreas.
Estaba sentado en una mesa, reclinado con confianza en su silla, mirándola con la misma enigmática sonrisa de la noche anterior.
—Hola, Marisa —saludó él cuando ella se detuvo indecisa junto a la mesa—. El mundo es pequeño, ¿no crees?
Marisa respiró hondo, intentando ordenar sus pensamientos.
—¿Usted… es el mecenas?
Andreas sonrió levemente, señalándole la silla frente a él.
—Parece que ahora invertir en tu galería me resulta aún más interesante.
Ella se sentó, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Si ha decidido apoyar el arte solo por nuestro encuentro de anoche, no quiero ser parte de ese trato.
Sus ojos brillaron con curiosidad.
—No, realmente me interesa el arte. Pero tienes razón… tú me das aún más motivación.
Marisa sintió cómo sus mejillas se calentaban, pero mantuvo su expresión neutral.
—Entonces hablemos de arte, no de mí.
Andreas se inclinó hacia adelante, su mirada la atravesaba como una daga.
—¿Y si quiero hablar de ambas cosas?
Ella sostuvo su mirada con firmeza.
—Entonces tendré que rechazarlo.
Él soltó una carcajada. Y aquella risa, al igual que la noche anterior, hizo que su corazón diera un latido de más.
Este juego apenas comenzaba.