Marisa odiaba esa sensación. Los celos le eran ajenos, desconocidos, casi humillantes. No quería pensar en Andreas, en cómo sonreía a esa mujer, en cómo la escuchaba inclinándose hacia ella.
Se repetía a sí misma que no importaba. Que Andreas era solo un conocido. Solo un inversor. Solo… alguien que no debía tocar su corazón.
Pero aquella noche, cuando la exposición terminó, él la encontró cerca de la salida.
—¿Puedo acompañarte?
Estuvo a punto de negarse, pero las palabras se atascaron en su garganta. Quería que se fuera, pero aún más quería que se quedara.
—De acuerdo —respondió, bajando la mirada.
Caminaron en silencio. La noche era cálida, el aire olía a lluvia. Las calles estaban casi vacías, dándole a su paseo una intimidad especial.
—¿De verdad no te importa que hablara con Laura? —rompió el silencio Andreas.
Marisa apretó los labios.
—¿Debería importarme?
Él rió, pero en su voz había un matiz de triunfo.
—Eres realmente mala mintiendo.
Ella se detuvo, obligándolo a hacer lo mismo.
—Escucha, Andreas. Nos conocemos desde hace poco. Tú… eres especial, pero no quiero jugar. Si te gusta alguien más, está bien.
Él la miró fijamente y luego dio un paso más cerca.
—¿Y si la que me gusta eres tú?
Su corazón dio un vuelco. No sabía qué responder.
—Andreas…
—No estoy jugando, Marisa —su voz era seria—. Pero creo que tienes miedo de confiar.
Ella apartó la mirada, fijándose en las ventanas oscuras de los edificios.
—Solo sé que las personas no se quedan para siempre.
Andreas guardó silencio por unos segundos y luego tocó suavemente su mano.
—¿Eso es lo que temes? ¿Que me vaya?
Marisa sonrió con amargura.
—Temo que, al principio, no lo creeré.
Él no dijo nada más. Solo permaneció a su lado, mientras ella reunía el valor para cruzar, por primera vez en muchos años, el límite de su confianza.
Y quizás, empezar a creer un poco.