Marisa siempre se había enorgullecido de su capacidad para mantener el control. Creía que los sentimientos eran algo que se podía manejar, que el corazón obedecía a la lógica si uno lo deseaba lo suficiente.
Pero con Andreas, todo era diferente.
Él estaba cerca—casi de manera imperceptible, sin presionar, sin los juegos habituales. No tenía prisa, no exigía nada, pero su presencia siempre se hacía sentir. Se sorprendía a sí misma esperando sus mensajes, buscando su mirada entre la multitud, disfrutando de la forma en que él la observaba.
Y eso la asustaba.
—Estás huyendo de él —le dijo un día su amiga.
Marisa frunció el ceño.
—Tonterías.
—No —sonrió su amiga—. Es evidente. Tienes miedo de lo que ya sientes.
Marisa quiso negarlo, pero sabía que sería una mentira.
Esa noche, Andreas volvió a la galería. Estaba de pie junto a un cuadro que ella adoraba: un lienzo abstracto con tonos difusos de rojo y azul, que se desvanecían el uno en el otro, como dos mundos que no podían estar juntos, pero tampoco existían separados.
—Me gusta —dijo él sin apartar la mirada.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque me recuerda a nosotros.
Su corazón dio un vuelco doloroso.
—¿Crees que somos tan diferentes?
Él se giró hacia ella con una mirada seria.
—Creo que somos demasiado parecidos. Ambos tenemos miedo de perder el control.
Ella desvió la mirada.
—Yo no tengo miedo.
Andreas sonrió.
—Entonces demuéstralo.
Marisa suspiró, llenando sus pulmones de aire.
—¿Y cómo se supone que debo hacerlo?
Él dio un paso más cerca, mirándola a los ojos.
—Permítete simplemente sentir.
Ella se quedó inmóvil. La distancia entre ellos prácticamente desapareció y, por primera vez, no retrocedió.
Marisa no sabía qué pasaría después. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no quería controlar nada.