Marisa nunca se permitía ser débil. Había aprendido a contener sus sentimientos, a esconderlos en lo más profundo para que nadie pudiera hacerle daño. Pero con Andreas, todo era diferente.
Él no la presionaba, no la apresuraba, no le exigía nada. Sin embargo, su mirada, su voz, su mera presencia la hacían sentir más de lo que ella quería.
Y esa noche, por primera vez, se permitió no huir.
Salieron juntos de la galería. La noche era cálida, las calles de la ciudad estaban en calma, solo algunos coches pasaban dejando tras de sí rastros rojos de luces.
—¿Siempre haces esto? —preguntó ella de repente.
—¿Hacer qué?
—Elegir personas que no quieren dejarte entrar y obligarlas a cambiar.
Andreas rió.
—¿Crees que quiero cambiarte?
—¿No es así?
Él se detuvo y la miró directamente a los ojos.
—Solo quiero que dejes de mentirte a ti misma.
Su corazón se encogió.
—Yo no…
—Mentir diciendo que te da igual. Mentir diciendo que no me deseas. Mentir diciendo que no sientes nada.
Ella guardó silencio.
Sus sombras se alargaban sobre el adoquinado, y en ese momento, el mundo parecía demasiado silencioso.
—Esto está mal —susurró ella.
—¿Por qué?
—Porque si me permito… —se detuvo—. No sé qué pasará después.
Andreas dio un paso más cerca.
—¿Y si te digo que yo tampoco lo sé?
Su pecho subía y bajaba con la respiración acelerada.
—Tengo miedo, Andreas.
Él extendió la mano, rozando apenas sus dedos.
—¿Y qué haremos con eso?
Ella sabía que este era el momento en el que debía elegir. Permanecer a salvo o cruzar el umbral de su miedo.
Apretó sus dedos en respuesta.
—Descubrámoslo.
En ese instante, todo cambió.
Sabía que ya no había vuelta atrás.