Marisa evitaba el espejo.
Temía ver en sus ojos algo nuevo, algo que no quería reconocer.
La noche anterior había hecho lo que se había jurado a sí misma no hacer. Había dejado entrar a alguien en su mundo. Y ese alguien era Andreas.
Él no le escribió por la mañana, y ella tampoco lo hizo.
Pasó todo el día en la galería, intentando sumergirse en el trabajo. Pero los pensamientos sobre él crecían como una mala hierba obstinada, por más que intentara arrancarlos.
Y él, al parecer, no tenía prisa por buscarla.
Y eso lo hacía aún peor.
La noche la encontró en una cafetería cerca de su casa.
Estaba sentada junto a la ventana, removiendo lentamente su capuchino con la cucharilla, cuando escuchó una voz familiar.
—¿Puedo acompañarte?
Levantó la mirada.
Andreas.
Lucía tan impecable como siempre: camisa oscura, una sonrisa relajada, una mirada que parecía verla a través de todo.
—Es un país libre —respondió ella, intentando mantener un tono indiferente.
Él se sentó frente a ella.
—No pensé que supieras esconderte.
—No me estoy escondiendo.
—¿No? —él inclinó la cabeza—. Entonces, ¿por qué tuve que buscarte?
Marisa apretó los labios.
—No acordamos nada más, Andreas.
—¿Y quieres que crea que eso te basta?
Ella suspiró.
—No nos prometimos nada.
Andreas se inclinó un poco hacia adelante, su voz bajó de tono.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora, Marisa?
Ella sostuvo su mirada.
—No lo sé.
Él sonrió.
—Sí lo sabes. Solo tienes miedo de decirlo.
Marisa sabía que tenía razón.
No estaba preparada para este juego.
Porque aquí no había reglas.
Y eso era lo que más le asustaba.