Marisa no estaba segura de que fuera la decisión correcta.
En realidad, todo le gritaba lo contrario.
Pero cuando Andreas le tendió la mano, ella la tomó.
Sin palabras, sin explicaciones.
Simplemente se permitió hacer lo que siempre había temido.
Caminaba a su lado por las estrechas calles de la ciudad nocturna, sintiendo cómo su corazón latía más rápido con cada paso.
—¿A dónde vamos? —preguntó en voz baja.
—A un lugar donde no tendrás que fingir.
Sus dedos se aferraron a su palma.
¿No era eso lo que quería?
¿No era eso lo que más temía?
El apartamento de Andreas era como él: seguro, cálido, un poco caótico, pero acogedor.
Muebles oscuros, libros sobre la mesa, algunos lienzos dispersos al azar que aún no habían llegado a ser cuadros.
—¿Pintas? —preguntó Marisa con sorpresa, deteniéndose junto a los lienzos.
—A veces, cuando no puedo expresar algo con palabras.
Pasó los dedos por el borde de uno de ellos.
—¿Y qué no pudiste expresar esta vez?
Andreas se acercó más.
—A ti.
Su corazón dio un vuelco.
No estaba preparada para esto.
Para él.
Para la verdad que existía entre ellos.
—Andreas... —no sabía qué decir.
—Puedes irte, si quieres.
Su voz era tranquila, pero en sus ojos había algo más.
Expectativa.
Miedo.
Esperanza.
Marisa dio un paso atrás.
Y comprendió que no podía alejarse.
Que no quería.
Dio un paso adelante.
Y luego otro.
Y en el siguiente instante, sus labios encontraron los de él.
Ese beso era diferente.
No como el primero, incierto, contenido.
Ni como el del bar, ardiente, pero reprimido.
Esta vez, ambos sabían lo que estaban haciendo.
Sus manos se aferraron a su cabello, sus dedos apretaron su cintura, acercándola más, como si temiera que desapareciera.
Y en ese momento, todo lo demás dejó de existir.
No había dudas ni miedo.
Solo estaba ella.
Solo estaba él.
Y el límite que ya no existía.