Andreas: Entre el amor y el orgullo

Lo que es imposible de ocultar

Marisa siempre había sabido controlar sus emociones.
O al menos, eso pensaba.

Pero aquella mañana, cuando entró en la galería, todo era diferente. La sensación en su piel, la leve sonrisa que no podía ocultar, la mirada que de vez en cuando se detenía en el teléfono… todo la delataba.

— Vaya… — murmuró Olivia, su amiga y colega, con quien dirigía la galería.

Marisa se detuvo, tratando de poner una expresión indiferente.

— ¿Qué?

Olivia cruzó los brazos y entornó los ojos con picardía.

— No sé qué pasó exactamente, pero tienes la cara de alguien que acaba de vivir una noche de la que no se va a arrepentir.

Marisa puso los ojos en blanco.

— Te lo imaginas.

— Y tú mientes fatal.

Marisa iba a responder algo, pero su teléfono vibró.

Miró rápidamente la pantalla.

Andreas: Pensé que hoy estarías más concentrada en el trabajo. Pero no… estás pensando en mí.

Marisa mordió su labio, intentando contener una sonrisa.

— Vale, ya entendí todo lo que necesitaba — Olivia tomó un sorbo de café. — Era él, ¿verdad?

— Nadie importante.

— Ajá, claro.

Marisa pensó que podría trabajar sin distraerse.

Pero su mente no estaba allí.

No podía dejar de recordar cómo Andreas la había tocado, cómo le había susurrado al oído, cómo sus labios la habían encontrado en la oscuridad.

Y eso era peligroso.

Porque significaba que él había llegado más profundo de lo que ella quería.

Su teléfono vibró de nuevo.

Andreas: Estás demasiado seria. Hay que arreglar eso. Cena hoy a las ocho. Sin excusas.

Marisa miró la pantalla.

Y sin pensarlo demasiado, respondió.

Marisa: De acuerdo.

La atmósfera del restaurante era acogedora: luces tenues, un suave jazz de fondo, el aroma de platos recién preparados.

Andreas estaba frente a ella, impecablemente vestido, con esa sonrisa despreocupada que siempre hacía que su corazón latiera más rápido.

— Dime la verdad, Marisa — empezó él, girando ligeramente la copa en su mano. — ¿Pensaste en mí hoy?

Ella tomó un sorbo de vino, mirándolo fijamente.

— ¿Y tú?

— Todo el tiempo — se inclinó un poco hacia ella. — Y me gusta.

Marisa intentó mantenerse firme, pero él volvía a derribar sus muros.

— Esto está mal… — susurró.

— No — Andreas tomó su mano. — Es inevitable.

Sus dedos se entrelazaron, y en ese instante ella lo entendió:

No podía seguir ocultándolo.

Ni de él.
Ni de sí misma.




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