Marisa no sabía cómo había sucedido.
Hace una semana, todavía podía controlar sus emociones, mantener a Andreas a distancia.
Y ahora él se había convertido en parte de su vida.
Su mensaje era lo primero que leía por la mañana.
Su voz era lo que quería escuchar antes de dormir.
Sus caricias dejaban huellas en su piel, incluso cuando él no estaba cerca.
Y eso le daba miedo.
Porque todo lo que parecía un juego, había dejado de serlo.
— Tengo una sorpresa — dijo Andreas cuando ella entró en su apartamento tarde por la noche.
Marisa se quitó el abrigo, mirándolo con desconfianza.
— ¿Y qué es?
— Ponte esto — le tendió un pañuelo de seda oscuro.
Ella entrecerró los ojos.
— ¿Quieres que confíe en ti?
— ¿Y no confías?
Marisa dudó.
Pero luego tomó el pañuelo y se lo ató sobre los ojos.
Sintió la mano de Andreas tomándola con suavidad, y un escalofrío recorrió su cuerpo.
— Solo sígueme — susurró él.
Cuando él le quitó el pañuelo, ella quedó atónita.
Frente a ella había un gran lienzo.
En él, su retrato.
Pero no era solo un retrato.
Era ella, la verdadera.
Sin máscaras, sin defensas. Sus ojos brillaban con la misma pasión que intentaba ocultar.
— Esto… — Marisa no encontraba las palabras.
— Es como yo te veo — dijo Andreas, observando su reacción.
Su pecho se oprimió por la emoción.
— ¿Por qué lo hiciste?
— Porque no pude evitarlo.
Sus miradas se encontraron.
Y en ese instante, comprendió que ya no podía luchar contra esto.
Contra él.
Contra sí misma.
Dio un paso hacia él.
Él ya la estaba esperando.
Sus labios se unieron, y ese beso no fue como los anteriores.
No era un juego.
Era algo mucho más grande.
Algo que lo cambiaba todo.