Marisa siempre creyó que sabía cómo funcionaban los sentimientos.
Que todo podía organizarse, explicarse, controlarse.
Pero después de aquella noche con Andreas, todo cambió.
Despertó en sus brazos y, por primera vez en mucho tiempo, no la atormentaban las dudas.
Era lo correcto.
Era inevitable.
Sabía que ya no había vuelta atrás.
— Lo cambiaste todo — dijo ella, sentada en la cocina, envuelta en su camisa.
Andreas, que acababa de salir de la ducha, se detuvo y la miró.
— ¿Y eso es malo?
— Da miedo.
Él se inclinó, rozando su barbilla con los dedos.
— ¿Y si te digo que yo también tengo miedo?
El corazón de Marisa dio un vuelco.
— No pareces alguien que tenga miedo.
— Tú tampoco pareces alguien que se permita sentir — Andreas se encogió de hombros —. Pero aquí estamos.
Marisa lo miró.
Sí, aquí estaban.
Y en ese momento comprendió que ya no existía un "antes" y un "después".
Solo existía el ahora.
Extendió la mano y rozó su palma.
— No quiero perder esto.
Andreas sostuvo su mirada y respondió con firmeza:
— Y no lo perderás.
Y Marisa se permitió creerle.
Aunque solo fuera por un instante.