—Luca, yo…
Marisa calló, porque no podía decirlo.
Las palabras se quedaron atrapadas en su garganta, como si sus propios sentimientos se negaran a ser expresados.
Vio cómo en sus ojos se encendía la esperanza.
Cómo él esperaba.
Como siempre esperaba.
—No tienes que responder —dijo él en voz baja.
—Pero quieres escuchar la respuesta —sonrió con amargura.
Él suspiró.
—Sí.
Ella bajó la cabeza.
—No lo sé, Luca…
Sus dedos rozaron la mano de ella.
—Pero si no lo sabes, ¿tal vez eso ya es una respuesta?
Marisa inhaló.
Sí, lo sabía.
Pero tenía miedo de admitirlo.
Estaba parada frente a la puerta del apartamento de Andreas, dudando.
Él no había llamado.
No había escrito.
Y ella no sabía qué pasaría cuando él abriera la puerta.
Pero si no lo hacía ahora, podría ser demasiado tarde.
Golpeó la puerta.
Silencio.
Se dio cuenta de que su corazón latía desbocado.
Golpeó otra vez.
La puerta se abrió.
Andreas la miró como si ya lo supiera todo.
—Has elegido.
No era una pregunta.
Era una afirmación.
Quiso decir algo que arreglara la situación, pero no encontró palabras.
—No viniste a mí de inmediato —continuó él—. Eso significa que dudaste.
—Andreas…
Él sonrió con amargura.
—No hace falta.
Marisa sintió cómo algo dentro de ella se rompía.
—Vine porque esto es importante para mí.
—Demasiado tarde, Marisa.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Ni siquiera quieres escuchar lo que tengo que decir?
Él la miró directo a los ojos.
—¿Acaso importa lo que digas?
Y eso fue suficiente.
Comprendió que no importaba a quién había elegido.
Porque mientras dudaba… ya lo había perdido.