Marisa contuvo la respiración.
Andreas estaba muy cerca.
Su corazón latía tan rápido que parecía que iba a salirse del pecho.
Pero él no la tocó.
Solo la miraba.
Su mirada no era como antes: no era cálida, ni tierna.
Dudaba.
—No sé si podré volver a confiar en ti —repitió, como si quisiera asegurarse de que ella seguía ahí.
Marisa respiró hondo.
—Lo entiendo.
Sabía que lo había arruinado todo.
Su silencio, su miedo, su inseguridad... Todo eso había convertido a Andreas en un extraño.
Y ahora él tenía todo el derecho de no dejarla volver.
Pero ella no podía irse.
No esta vez.
Extendió la mano y rozó sus dedos.
Suavemente, casi imperceptiblemente.
—Andreas...
Él no se apartó.
Pero tampoco respondió.
—No te pido que olvides. Solo te pido que me dejes arreglar esto.
Él apretó los labios.
—¿Y si no puedo?
El pecho de Marisa se contrajo de dolor.
—Entonces te dejaré en paz.
Él no dijo nada.
Sus dedos aún tocaban su mano, pero no se movía.
Marisa sintió que en un instante todo podría romperse otra vez.
Ya estaba lista para retroceder cuando él suspiró de repente y tomó su mano entre las suyas.
—No quiero que te vayas —confesó en voz baja.
El corazón de Marisa se estremeció.
Él dio un paso más cerca.
—Pero tampoco quiero volver a sentir este dolor.
—No te lo causaré nunca más —susurró ella.
Él la miró, y esta vez en sus ojos había algo familiar.
Algo que le hizo recuperar la esperanza.
—Si vuelves a dudar —dijo él—, no te lo perdonaré.
Marisa asintió.
Él deslizó los dedos por su mejilla, lentamente, con cuidado, como si temiera que desapareciera.
—Dame tiempo —pidió.
—Te lo daré —respondió ella.
Y esta vez estaba segura.
No la echó.
No dijo “no”.
Era una oportunidad.
Su última oportunidad.
Y no la desperdiciaría.