El aliento de Lluvia se aferraba a un hilo, tenue y casi imperceptible en la fría sala del hospital. Había intentado escapar, borrar el dolor y la sangre con un último acto de desesperación, pero el destino, cruel o misericordioso, intervino. Ahora yacía en un coma profundo, su cuerpo magullado un testimonio silencioso de su intento de huida. Emiliano, el hombre que la había guiado por el camino de la venganza, la encontró. Su desesperación fue un puñal; la imagen de ella inerte, las heridas evidentes, le carcomían el alma.
Pero la agonía de Emiliano no terminaba ahí. Una culpa amarga, un veneno lento, lo consumía por dentro: el haber tardado tanto en decirle a Lluvia que Rodrigo estaba muerto. Él creía que había "terminado el trabajo" hace meses, pero la conciencia de haberle ocultado la verdad, por lo que él consideraba protegerla, ahora le pesaba inmensamente. Quería que Lluvia supiera que su tormento había terminado de una vez por todas, pero la oportunidad nunca llegó.
El silencio de la habitación se quebró solo por el incesante pitido de las máquinas que sostenían a Lluvia. Dentro de ella, un secreto, una nueva vida, latía con un pulso apenas perceptible. Una vida que ahora forzaba a Emiliano a la decisión más difícil de su vida: salvar a su esposa, la mujer consumida por la venganza y la traición, o al bebé que crecía en su vientre, la única esperanza de un futuro que no estuviera manchado de sangre. La guerra que creyeron haber terminado, apenas comenzaba de nuevo, y esta vez, las consecuencias serían irreparables.
—No puedo... —le respondió al médico—. Es la mamá de mis hijos, el amor de mi vida...
—¿Prefiere perder el bebé?
Emiliano se agarró de la pared para no caer.
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Editado: 11.06.2025