Horas antes
El olor punzante a desinfectante hospitalario se aferraba al aire en la Unidad de Cuidados Intensivos, una presencia opresiva que se filtraba en los pulmones de Emiliano con cada respiración. No era solo un aroma; era una atmósfera, una densidad palpable de metal pulido, eter y la desesperación no verbalizada que impregnaba las paredes blancas. La luz, un baño incesante y frío de fluorescentes, caía sin piedad sobre la escena, creando sombras duras y distorsionadas que bailaban al ritmo frenético de los monitores que bordeaban la cama.
Allí, bajo ese resplandor cruel, yacía Lluvia. Era una figura casi etérea, una sombra pálida que se diluía contra la blancura inmaculada de las sábanas. Su piel, antes vibrante con la vida, ahora era de una palidez translúcida, casi cerúlea, tan frágil que parecía a punto de desvanecerse. De su cuerpo, una intrincada y terrorífica red de tubos transparentes, cables oscuros y agujas brillantes emergía, conectándola a un universo de tecnología médica que la mantenía aferrada a la existencia. Las máquinas parpadeaban con luces verdes y rojas, emitiendo un zumbido constante y monótono, un lúgubre mantra que repetía la agonía de su ser. Cada respiro de Lluvia era un susurro apenas perceptible, un aleteo frágil de vida contra el incesante y agudo pitido del monitor cardíaco, un eco implacable de la batalla microscópica que se libraba en su interior. Su cabello, antes tan oscuro y rebelde, se extendía opaco y sin brillo sobre la almohada, formando un halo de tristeza. Sus labios, que tantas veces habían pronunciado palabras de amor y devoción, o de una frialdad cortante cuando la venganza la poseía, estaban ahora ligeramente entreabiertos, inmóviles, desprovistos de toda vitalidad.
Emiliano no se había movido de su lado desde que la trajeron. Sus hombros estaban encorvados, su mirada fija en ella con una intensidad desesperada que quemaba. El tiempo se había disuelto en esa sala; solo existía Lluvia, su dolor y el martillo constante de su propia culpa.
Los pasos suaves y amortiguados de dos figuras interrumpieron la inmovilidad de la habitación. Eran los médicos, el doctor Vargas y la doctora Herrera. Sus rostros, aunque profesionales, llevaban una innegable expresión de pesar que se reflejaba en sus ojos cansados. Se acercaron a Emiliano, sus voces bajas, casi susurrantes, en un intento de amortiguar el golpe de la inminente tempestad.
El doctor Vargas, un hombre de mediana edad con gafas finas que se deslizaban ligeramente por su nariz y una mirada agotada que delataba horas de trabajo incansable, fue el primero en hablar.
—Señor García —comenzó, su voz un murmullo grave y controlado—. Hemos estado evaluando exhaustivamente el estado de la señora García desde su ingreso. Sus heridas internas son... muy severas. La hemorragia ha sido controlada con éxito, por fortuna, pero su cuerpo ha sufrido un shock traumático de una magnitud considerable. El proceso de recuperación será arduo y prolongado.
Emiliano apenas parpadeó, sus ojos, inyectados en sangre por el insomnio, seguían fijos en el rostro pálido de Lluvia. La esperanza, una chispa diminuta, intentaba abrirse paso entre el temor.
—¿Se va a recuperar? ¿Ella... estará bien? —Su propia voz sonó ronca y quebradiza, casi irreconocible para sus propios oídos.
La pregunta, sencilla en apariencia, se sentía como un grito desesperado en el silencio opresivo de la sala, suplicando una afirmación, una promesa de vida.
Necesitaba saber que el amor de su vida y madre de sus hijos iba a seguir con vida y que nada malo le pasaría. Tenía que estar más que seguro. Debía reforzar esa información con más médicos y cirujanos.
La doctora Herrera, una mujer más joven, de expresión seria y con una empatía palpable grabada en sus ojos cansados, tomó la palabra, como si quisiera suavizar el impacto del siguiente golpe.
—Estamos haciendo absolutamente todo lo que está en nuestras manos, señor García. Puede estar seguro de eso. Pero debemos ser francos con usted. Su estado, a pesar de la estabilización inicial, sigue siendo extremadamente crítico. Hay... complicaciones. Complicaciones muy delicadas que han surgido en las últimas horas. —Hizo una pausa significativa, mirando a su colega, como buscando apoyo para la revelación que estaba a punto de hacer.
Vargas asintió lentamente, su mirada se encontró con la de Emiliano, cargada de una extraña mezcla de compasión y una creciente urgencia que no pasó desapercibida para Emiliano.
—Hemos realizado pruebas adicionales, de rutina, como parte del protocolo en casos de trauma tan severo. Y en esos análisis, hemos confirmado algo... algo completamente inesperado, y que lamentablemente complica todo en estas circunstancias. —Se ajustó las gafas en el puente de la nariz, un gesto que denotaba nerviosismo o la preparación para una noticia difícil—. La señora García... está embarazada.
El mundo de Emiliano se detuvo en seco. No fue un cese gradual, sino un paro abrupto, violento. El aire abandonó sus pulmones en un jadeo ahogado, un sonido áspero y gutural que se perdió en el zumbido constante de las máquinas. ¿Un hijo? Sus ojos se abrieron desmesuradamente, la incredulidad tiñendo sus facciones con una máscara de asombro y horror. ¿Un hijo? ¿Cómo era posible? ¿Cuándo había sucedido algo tan inaudito, tan milagroso y tan terriblemente inoportuno, en medio de tanta sangre, tanta venganza, tanto caos y desesperación? Entendía que todo eso había pasado hace tiempo, pero... tres años no eran tanto tiempo. Una punzada fugaz de asombro, una extraña y casi aterradora felicidad paternal, se abrió paso en su pecho, solo para ser brutalmente aplastadas por el horror inminente de la situación, por la conciencia de la ironía cruel de ese nuevo aliento de vida.
—¿Embarazada? —logró articular, la palabra apenas un soplo de aire helado que se disolvió en el ambiente.
Miró a Lluvia, como si un nuevo examen visual de su cuerpo inerte pudiera revelar esa vida oculta, esa nueva capa de su tormento.
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Editado: 10.07.2025