Mientras Emiliano se asfixiaba en el aséptico tormento de la Unidad de Cuidados Intensivos, su mundo reducido al pálido rostro de Lluvia y al inaudible latido de su futuro hijo, las paredes del mismo hospital albergaban otra verdad, una que él ignoraba por completo y que había estado latente, como una bomba de tiempo, durante más de tres largos años.
En una habitación diferente, en un sector más discreto y casi olvidado del Hospital Italiano de Buenos Aires, Rodrigo Ferraioli era la viva encarnación de la tenacidad y la venganza postergada. Durante 1.100 días y noches, su cuerpo había sido un campo de batalla silencioso, reconstruido fibra a fibra, hueso a hueso. Su recuperación había sido un calvario que se había extendido mucho más allá de lo humanamente previsible, un limbo oscuro donde los días y las noches se habían fundido en una niebla de dolor indistinguible. Tres años habían transcurrido desde aquella fatídica noche, desde el choque brutal en la Avenida 9 de Julio, bajo la lluvia torrencial, donde su lujoso vehículo fue pulverizado contra el impacto devastador del camión. Emiliano, obsesionado con la aniquilación, había sido meticuloso; creía que había borrado a Rodrigo de la faz de la tierra con sangre y metal retorcido, cerrando ese capítulo con una certeza final. Pero la muerte, o quizás un destino que se burlaba de la venganza humana, tenía planes perversos para Rodrigo.
El despertar de Rodrigo no fue un regreso gradual a la conciencia, sino una emerger abrupta y violenta. Primero, el sonido: un pitido distante que se hizo más nítido, luego el murmullo de voces desconocidas, la fricción de sábanas. Después, el olor: una mezcla punzante de alcohol y medicinas. Y finalmente, el dolor. Un dolor insoportable, quemante y sordo a la vez, que lo atravesaba desde la cabeza hasta los dedos de los pies, un recordatorio brutal de la cárcel de su propio cuerpo. Intentó abrir los ojos, pero sus párpados se sentían pesados, pegados. Un gemido gutural escapó de su garganta reseca.
De inmediato, las voces a su alrededor se agitaron.
—¡Doctor! ¡Doctora! ¡Está despertando!
En cuestión de segundos, la habitación se llenó con una actividad frenética. Luces brillantes se encendieron, cegándolo momentáneamente. Un equipo de enfermeras y dos médicos se abalanzaron sobre él, sus rostros tensos, pero con una chispa de emoción contenida.
—Señor Ferraioli, ¿me escucha? _preguntó una voz firme, la de la doctora Elena Rinaldi, la neuróloga principal, que había pasado innumerables horas monitoreando su estado—. Parpadee si me escucha.
Rodrigo parpadeó, el esfuerzo le costó un dolor lacerante en los músculos faciales. El mundo era un mosaico borroso de batas blancas y aparatos.
—¡Excelente! —exclamó el doctor Martínez, el jefe de terapia intensiva, un hombre robusto y de voz grave—. Estado de conciencia Glasgow 15. Es un milagro, Elena. Un absoluto milagro.
Lo rodearon. Unas manos expertas le levantaron la cabeza, le revisaron las pupilas con una pequeña linterna, le tomaron el pulso, le escucharon el corazón. Sentía la presión de vendajes, el frío de aparatos en su piel. Era como despertar en un cuerpo ajeno, un templo en ruinas.
—¿Qué... qué pasó? —logró arrastrar, su voz un graznido áspero, su garganta quemando—. ¿Dónde estoy?
—Está en el Hospital Italiano, señor Ferraioli —respondió Rinaldi con calma, a pesar de la euforia evidente—. Ha estado con nosotros por un tiempo. Tuvo un accidente muy grave. Estuvo en coma, pero lo superó. Es un guerrero.
¿Un tiempo? ¿Un accidente? La confusión era un velo espeso. Intentó moverse, pero sus extremidades se sentían como plomo.
—No... no entiendo. ¿Cuánto tiempo?
Hubo una breve pausa entre los médicos. Se miraron, una comunicación silenciosa pasando entre ellos. Rinaldi se acercó un poco más, su voz más suave.
—Han pasado... más de tres años, señor Ferraioli. Estuvo en coma desde entonces.
Tres años. La cifra lo golpeó como un mazazo. Tres años. Su mente se aceleró, intentando aferrarse a los últimos recuerdos: la lluvia, la carretera, la persecución, el rostro de Emiliano, la embestida del camión. ¿Tres años? ¿Todo ese tiempo? ¿Qué había pasado con su vida, con su empresa, con su familia?
Comenzaron los estudios de rutina, pero de una intensidad agotadora. Lo llevaron a resonancias magnéticas, tomografías, análisis de sangre interminables. Su cuerpo, aunque recuperado en gran parte, era un testimonio de la brutalidad que había sobrevivido. Placas de titanio sostenían huesos que antes estaban pulverizados; múltiples cirugías reconstructivas apenas lograban enmascarar las grotescas cicatrices que tejían un mapa brutal en su rostro y su torso. Cada respiro que tomaba, cada músculo que lentamente recuperaba su función en las sesiones de fisioterapia que siguieron en los días posteriores, era impulsado no por la simple voluntad de vivir, sino por una tenacidad alimentada por un resentimiento que había crecido, insidioso y virulento, en las profundidades de su inconsciencia. Él no era simplemente un sobreviviente; era un espectro resurgido, un fantasma vuelto de la tumba, moldeado por el dolor y la traición.
Una tarde, mientras la doctora Rinaldi ajustaba una de sus vías, Rodrigo, con la voz aún débil pero con una urgencia que no permitía objeciones, le preguntó:
—¿Mi familia? ¿Y... y qué pasó con todo lo demás? ¿La empresa? ¿La competencia... los García?
La doctora Rinaldi dudó, observando a la enfermera que asistía. No era su lugar divulgar información personal tan delicada.
—Su familia está al tanto de su despertar, señor Ferraioli. Se les informará de su estado. Sobre el resto, creo que es mejor que ellos se lo expliquen cuando sea el momento adecuado.
Pero Rodrigo no cedió. Su mirada, ahora más clara, era implacable.
—He estado en coma tres años. No soy un niño. Necesito saber. ¿Qué hay de los García? ¿Y esa mujer... Lluvia García?
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Editado: 11.06.2025