Anhelo eterno

3

La noticia de que Lluvia García yacía, frágil y al borde del abismo, en el mismo hospital que lo había resucitado, no fue una revelación; fue una puñalada. Una puñalada fría que atravesó la niebla de su convalecencia y despertó en Rodrigo una furia que ardía con una intensidad inusitada. Había pasado tres largos años en un abismo de inconsciencia, un fantasma en su propia vida, y ahora, el despertar a un mundo donde su supuesto asesino, Emiliano García, no solo seguía respirando, sino que había tenido la audacia de alardear de su muerte, encendía una rabia helada y cortante que se extendía como una plaga por sus venas, devorando cualquier vestigio de la paz que la inconsciencia le había ofrecido. Mientras los médicos, con sus sonrisas de alivio, celebraban su milagrosa recuperación, Rodrigo solo sentía el ardor abrasador de una humillación que se había cocinado a fuego lento durante su coma, una afrenta personal que exigía retribución.

En los días siguientes a su abrupto despertar, la habitación de Rodrigo se convirtió en un incesante desfile de batas blancas. La doctora Rinaldi, su neuróloga principal, y el doctor Martínez, el jefe de terapia intensiva, junto con un ejército de enfermeras y especialistas, se dedicaron a una serie de pruebas y evaluaciones que lo dejaron exhausto. Resonancias magnéticas, tomografías, análisis de sangre interminables, electrocardiogramas. Su cuerpo, aunque sorprendentemente resiliente, era un testimonio de la brutalidad que había sobrevivido, un mapa de cicatrices y reconstrucciones. Las placas de titanio en su fémur, los puntos de sutura apenas visibles bajo las cejas, el tejido cicatricial en su abdomen... cada uno era un recordatorio físico de la traición y del choque. Los fisioterapeutas comenzaron a trabajar con él, forzándolo a mover extremidades que se sentían ajenas, a dar pasos que le arrancaban gemidos de dolor. Pero para Rodrigo, cada dolor era una bienvenida; cada movimiento recuperado era una herramienta más para la venganza.

—Su progreso es asombroso, señor Ferraioli —le dijo la doctora Rinaldi una mañana, mientras ajustaba la altura de su cama. Su voz era optimista, casi alegre—. La plasticidad del cerebro humano es increíble. Después de un coma tan prolongado, esperábamos secuelas mucho más severas.

Rodrigo, con los ojos oscuros y penetrantes, la miró fijamente.

—Doctora, agradezco su optimismo. Pero la plasticidad de mi mente está ahora enfocada en algo más urgente que mi recuperación física. Necesito saber qué pasó. Todo.

La mención de Juan, su leal primo, aquel que siempre estaba un paso por delante, se le atragantó en la garganta. Su ausencia se sentía como un hueco doloroso en su alma.

La doctora dudó, su mirada esquivó la suya por un momento, buscando una excusa o una forma suave de entregar la verdad más cruda.

—Bueno, señor Ferraioli —comenzó, su tono se volvió más cauteloso—, El mundo ha seguido girando. Los Ferraioli... han tenido un periodo difícil.

—¿Difícil? —espetó Rodrigo, con una impaciencia que no podía ocultar—. He estado en coma tres años. No soy un niño al que se le deba contar un cuento de hadas. Necesito saber la verdad, por dolorosa que sea. ¿Qué pasó con... con Juan? Mi primo, Juan Ferraioli. No lo he visto.

La doctora Rinaldi suspiró, comprendiendo que Rodrigo no se contentaría con evasivas.

—Ah, Juan... su caso es... complejo, señor Ferraioli. La investigación policial concluyó que fue un robo fallido en su departamento, hace aproximadamente varios años. Una lucha que salió muy mal, según los informes.

—¿Un robo? —la interrumpió Rodrigo, una carcajada amarga y hueca escapando de su garganta reseca, una risa sin alegría que llenó la habitación, una cacofonía en la esterilidad del hospital—. ¿Un robo? Juan no era un tonto. Y su departamento no era un objetivo fácil, tenía más seguridad que la Casa Rosada. ¿Realmente la gente se creyó esa farsa? ¿El caso está cerrado, Doctora? ¿O es otro 'accidente' que convenientemente beneficia a alguien?

Su voz se había elevado, la rabia comenzaba a tejer hilos de acero en su tono, una amenaza latente. Los músculos de su mandíbula se tensaron visiblemente.

Rinaldi bajó la mirada, el semblante compungido.

—Formalmente, sí. Se cerró como tal por falta de pruebas concluyentes. Pero... hay mucha especulación, como usted intuye. No está del todo cerrado en la opinión pública, digámoslo así. Siempre ha habido un velo de misterio sobre lo que realmente ocurrió. Rumores... extraños, sobre los últimos movimientos de Juan antes de su muerte.

Esa "especulación" resonó en lo más profundo de Rodrigo. Sabía que Juan estaba demasiado involucrado en los negocios turbios de la familia como para caer en un simple robo. Su muerte, unida a su propio intento de asesinato y la posterior mentira de Emiliano sobre su fallecimiento, era una pieza más en el rompecabezas. Una pieza que apestaba a falsedad, a una ejecución encubierta. El dolor por Juan, un dolor que se había negado a sí mismo en el coma, ahora le estrujaba el pecho con una intensidad devastadora, una pérdida que solo ahora podía procesar.

Y luego, la doctora Rinaldi le dio la noticia que se esperaba, pero que aun así lo golpeó con la fuerza de un puñetazo directo al plexo solar, dejándolo sin aliento:

—Y también debo informarle, señor Ferraioli... su padre, Daniel Ferraioli... falleció hace aproximadamente dos años. Fue un ataque al corazón. Repentino, según el informe médico.

El nombre de su padre. Daniel. El patriarca. El hombre que había construido el imperio Ferraioli desde la nada, con una voluntad de hierro y una astucia despiadada. El hombre que, a su manera, siempre había sido su guía, su mentor y su tormento. ¿Un ataque al corazón? Su muerte, tan "natural", en medio del caos que había asolado a su familia, le resultaba sospechosamente conveniente. Demasiadas coincidencias, demasiadas "fatalidades" desde que Lluvia García había irrumpido en sus vidas como un huracán, sembrando la destrucción por donde pasaba. Emiliano había prometido destruir a los Ferraioli, y lo estaba logrando, pieza por pieza, sin que nadie pareciera interponerse. El dolor por la pérdida de su padre, un hombre complejo y a menudo tiránico, pero al que amaba a su manera y al que había respetado profundamente, se unió a la furia que ya lo consumía, creando una tormenta perfecta en su interior.




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