El aire en la Unidad de Cuidados Intensivos era una presencia asfixiante y persistente, una amalgama punzante de desinfectante hospitalario, el metálico tufo de la enfermedad, y un sutil, casi imperceptible, dejo de angustia. Se aferraba a la lengua, se pegaba a las fosas nasales, grabándose en la memoria con cada respiración. La luz, un baño incesante y frío de fluorescentes que no dejaba rincón a la sombra, bañaba la habitación sin piedad, revelando cada detalle con una frialdad desoladora. Era una luz cruda, implacable, que no prometía consuelo alguno. Allí, entre el zumbido constante de los monitores que emitían gráficos hipnóticos y el rítmico, casi meditativo, goteo de las vías intravenosas, Lluvia comenzó su lento y doloroso ascenso desde las profundidades del coma. Era un despertar gradual, no una súbita epifanía, sino una emergencia angustiosa, como si un náufrago fuera arrastrado por las olas desde un océano oscuro y sin fondo hacia una orilla desconocida, cada milímetro de progreso un tormento apenas soportable. Su conciencia era una llama titilante, amenazada por el menor soplo.
Lo primero que percibió no fue la vista ni el sonido, sino la pesadez abrumadora de su propio cuerpo, una losa de dolor sordo y debilidad que la anclaba al colchón, una sensación de absoluta e indignante impotencia. Sus músculos, atrofiados por la inmovilidad, protestaban. Sus párpados se sentían como si estuvieran sellados con plomo fundido, cada esfuerzo minúsculo por abrirlos era una agonía lacerante que le tensaba los músculos de su rostro y la dejaba sin aliento, como si el oxígeno se hubiera vuelto denso. Cuando finalmente logró entreabrir sus ojos, el mundo apareció como una mancha borrosa de luces distorsionadas y contornos indefinidos, acompañada por el incesante y monocorde pitido del monitor cardíaco, un sonido que, extrañamente, le resultaba a la vez familiar y aterrador, un tic-tac implacable que marcaba los segundos de su vida. Un tubo rígido e intruso se sentía ajeno y molesto en su garganta, raspándole las cuerdas vocales con cada respiración forzada y superficial, y la sensación de ser una marioneta atada a incontables hilos, despojada de toda voluntad, era abrumadora, una pérdida total de control sobre su propia existencia.
Un torbellino de sensaciones la asaltó con una furia desordenada: el roce áspero de las sábanas de hospital contra su piel sensible y reseca, el frío metálico de los instrumentos que se aferraban a su brazo como pinzas invisibles, el sabor amargo de la medicación que persistía en su boca. Y entonces, el primer recuerdo, nítido, brutal, y desgarrador, se abrió paso a través de la confusión como una flecha envenenada, perforando el velo espeso del sueño. Fue un fogonazo de memoria, una imagen tan vívida que casi podía sentir el viento gélido: la silueta imponente del Obelisco elevándose bajo un cielo gris plomizo de Buenos Aires, el viento helado y cortante azotando su cabello contra su rostro, el penetrante frío del cemento bajo sus pies, un eco final de la desesperación gélida que la había consumido hasta el tuétano. Y luego, el salto, el fuego que la consumía. El vértigo vertiginoso que la había empujado al vacío, el último acto de una voluntad quebrada, un grito silencioso por la paz. El desesperado y final intento de terminar con todo, de silenciar el tormento incesante que la había consumido hasta el punto de la aniquilación.
Una oleada de fracaso la invadió entonces, amarga y punzante, inundando su alma hasta los confines más recónditos. Ni siquiera eso había podido hacer bien. Ni siquiera la muerte la había querido. La idea de que había sobrevivido a su propio acto de escape, a su propia aniquilación, era casi tan insoportable como el dolor físico que ahora sentía en cada fibra de su ser. Una lágrima solitaria, tibia y salada, se deslizó por su sien, dibujando un camino caliente contra la frialdad de su piel. No era una lágrima de tristeza, sino de frustración, de una resignación que aún no aceptaba.
—¿Lluvia? ¿Puedes oírme? —Una voz suave, femenina y extrañamente familiar, se acercó a su oído, rompiendo la burbuja de sus pensamientos.
Era la enfermera de turno, Laura, cuyo rostro joven y cansado se inclinó sobre ella con una expresión de alivio palpable. Sus ojos, aunque exhaustos por las largas guardias, brillaban con una genuina preocupación que Lluvia, en su estado, apenas pudo registrar.
—¿Cómo te sientes? ¿Dolor? Si me entiendes, por favor, parpadea.
Lluvia parpadeó con dificultad, el esfuerzo era agotador, como si sus párpados pesaran toneladas de culpa. Quería hablar, gritar, preguntar mil cosas sobre los últimos tres años, sobre Rodrigo, sobre todo. Pero el tubo en su garganta lo impedía, ahogando cualquier sonido que quisiera emitir, reduciéndola a una prisionera de su propio cuerpo. Hizo un leve movimiento de cabeza, un gesto casi imperceptible, intentando indicar que no sentía un dolor punzante e insoportable, sino un entumecimiento general, una fatiga que le calaba los huesos y un vacío en el alma.
—Bien. Vas a estar bien, Lluvia —la tranquilizó Laura, acariciándole el brazo con una delicadeza que la sorprendió, un gesto de humanidad que contrastaba brutalmente con la frialdad del ambiente—. Estuviste dormida mucho tiempo, mi niña, pero te recuperas. Es un milagro. Tu esposo, Emiliano, ha estado aquí todos los días, sin falta, como un perro guardián, desesperado por ti. Está afuera ahora mismo, esperando cualquier señal. ¿Quieres que lo llame para que entre? Está muy preocupado.
El nombre de Emiliano. La mención de su esposo. Un escalofrío helado, una mezcla incómoda de alivio y terror, recorrió a Lluvia. Él. Su amor obsesivo, que en ocasiones se sentía más como una prisión de oro; su sed insaciable de venganza, que los había arrastrado a ambos a un abismo de sangre y mentiras; su promesa de que la "guerra" había terminado con la muerte de Rodrigo, una promesa que ahora, ella empezaba a dudar con una certeza sombría. La confusión inicial comenzó a disiparse, dando paso a una vaga, pero persistente, conciencia de su propio cuerpo, una conciencia que se centraba en un punto específico. Había algo diferente, algo inusual en la zona de su abdomen, una sensación sutil, casi imperceptible al principio, pero que crecía con cada palpitar de su corazón, un presentimiento inexplicable, una punzada de intuición que se hacía cada vez más clara, más ineludible.
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Editado: 11.06.2025